Los viejos que no están,
por Gonzalo Rojas Sánchez.
Ha faltado experiencia, ha faltado moderación, ha faltado independencia. Pocos se salvan de esta conclusión, porque ha habido muchos jóvenes dirigentes estudiantiles comportándose como viejos chicos, y numerosos políticos adultos jugando con ellos a las escondidas y al pillarse. Unos y otros fuera de papel, mientras se echaba de menos a los grandes viejos, justamente a quienes mejor dominan la experiencia, postulan la moderación y exigen independencia. En general, no han sido convocados y sólo unos pocos han salido a exponer por cuenta propia, desde sus precarias tribunas. Todo porque carecen de una instancia formal y simbólica -ambas cosas son necesarias a la vez- desde la que podrían pegarles buenos tirones de orejas a los niños y darles reprimendas a los adultos.
En Chile hoy no existe un Consejo de Estado, a pesar de que funcionó bajo la Constitución de 1833 y durante varios años después de 1973. A pesar de que... o quizás por eso mismo, dado el extremo grado de torpeza con que se aprecia nuestra historia.
Y, entonces, mientras se proponen mil medidas para la tercera edad y otras 100 reformas políticas, parece no estar en ninguna de ellas uno de los más valiosos aportes posibles: un nuevo Consejo de Estado que, con funciones meramente consultivas, pueda agrupar entre 50 y 70 de nuestros grandes viejos (incluidas notables señoras), para que se den el lujo de decirnos qué piensan, qué sugieren.
Integrado por algunos premios nacionales, unos pocos profesores universitarios, varios miembros de las academias del Instituto de Chile, no le vendrían mal tampoco unos pocos ex senadores y uno que otro ex ministro, o algún ex juez de tribunales superiores. Designados por sus instituciones a plazo fijo, podrían sesionar a requerimiento de cualquier poder del Estado, o auto convocándose por los dos tercios de sus miembros.
Nunca participarían en el proceso de discusión de las leyes, pero podrían dar siempre su opinión; emitirían informes de mayoría, minoría y prevenciones individuales; sus sesiones serían públicas y sólo cobrarían unos muy modestos honorarios por asistencia efectiva. Nada muy loco, todo bien sencillo y probado.
Pero, ¿aceptarían los parlamentarios de buena gana una iniciativa de esta naturaleza como para promoverla entre las posibles reformas constitucionales? La mayoría, no.
Las razones son penosas, pero forman parte de la conciencia que muchos legisladores tienen respecto de la precariedad de su condición pública. Por una parte, el temor de algunos senadores a tener que enfrentarse después en elecciones competitivas con personas que, habiendo formado parte del Consejo de Estado, pudiesen haber adquirido una notoriedad pública de la que antes carecían.
Se soluciona rápido. Prohibición para los consejeros de Estado de ser candidatos hasta 10 años después de su término en la función (y eso, en el lejano caso de que alguno pudiese estar interesado en tareas legislativas).
En segundo lugar, las posibles comparaciones. Frente a la banalidad de tantas discusiones legislativas, quizás los chilenos prefirieran ver por TV una reunión en que Juan de Dios Vial L., Pedro Morandé, Carla Cordua y Agustín Squella discutiesen sobre lucro, gratuidad, equidad y calidad. Quizás lo prefiriesen y eso sería grave, especialmente para el prestigio de los diputados.
Entonces, ¿cómo lograr que se estudie y promueva una iniciativa de este tipo?
Una instancia como el recién nacido Foro Republicano podría ser justamente el ámbito requerido. Ahí debiera pensarse, con calma y sin ideologismos, una iniciativa en la que llevamos años de retraso y para la que aún nos quedan grandes viejos.
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