Calamidades, por Adolfo Ibañez Santa-Maria.
La tragedia aérea de Juan Fernández que costó la vida de Felipe Cubillos junto a su equipo, al del matinal de TVN y otros funcionarios, impactó notoriamente. Su empeño para reconstruir luego del terremoto le dio un relieve prominente. Hizo lo que todos deseamos que otros hagan (deseo que, por supuesto, no nos compromete a la acción). Murió en un accidente evitable, tal como muchísimos de los daños ocasionados por el reciente y por todos los anteriores sismos.
En los últimos 90 años, cuento de memoria 13 importantes terremotos, y dejo de lado los volcanes y las avalanchas (salvo mi responsabilidad por olvidos y confusiones que pueden aumentar el total). A modo de ejemplo, me refiero a uno fortísimo que devastó el norte en 1922. Fotografías de entonces muestran el maremoto en Coquimbo, y los testimonios hablan de cinco olas de varios metros de altura que arrasaron Chañaral; produjo daños hasta en Antofagasta: más de mil kilómetros de territorio afectado. Son pocos los que han alcanzado esa intensidad.
Sin embargo, quedamos atónitos por la destrucción que causó el último sismo. Simplemente olvidamos las catástrofes que nos azotan frecuentemente. Esto es tan grave como la confusión e inacción que demostró el anterior gobierno durante la emergencia. De aquí el mérito de Felipe Cubillos, que proyectó su empuje contagiando voluntades y allegando recursos para reconstruir rápido y bien.
Hoy nos encontramos frente a otra calamidad: el ranking internacional de competitividad nos ubicó en el lugar 31, uno más bajo que el año pasado. Nos consolamos explicando que el país aún mantiene distancia y fortalezas frente a los demás de la región. Este registro se lleva hace poco más de 15 años. En la primera ocasión aparecimos en el lugar 17. Seguramente los daños que han sumado los 13 terremotos son inferiores al costo monetario de la caída de 14 lugares en la competitividad mundial.
Pero lo verdaderamente grave radica en la pérdida de oportunidades para todos los chilenos. Haber eludido los problemas con discursos hermosos y campañas mediáticas redujo las proyecciones de una generación completa en una magnitud material y espiritual que nunca podremos dimensionar. No podemos esperar 90 años para constatar que seguimos donde mismo. Necesitamos ahora metas claras más allá de fríos números, que convoquen a multitud de voluntades y contagien los ánimos de todos para superar la mediocridad que nos ha sumido en esta prolongada calamidad.
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