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jueves, 30 de septiembre de 2010

Las derrotas del Estado, por Gonzalo Rojas Sánchez.

Las derrotas del Estado,

por Gonzalo Rojas Sánchez.




Cuando se sigue a varios equipos en distintos países, puede suceder que un mismo fin de semana el hincha se quede con las manos vacías: de 12 puntos posibles, a veces se obtienen apenas dos o tres. Y cuando se sigue de cerca la acción del propio Estado, puede pasar algo similar: hay ocasiones en que el ciudadano tiene la sensación de que sus instituciones nacionales han experimentado demasiadas derrotas, varias en serie y algunas bien graves.


Eso, siempre y cuando el observador no sea un socialista (porque toda derrota de su adorado Estado lo llevará a concluir simplemente que debe crecer hasta el infinito, para vencer en las próximas batallas), o un liberal (porque cada frustración del Estado lo inclinará a insistir en que hay que achicarlo siempre, más y más).


Los que de verdad sufren por las derrotas del Estado son los conservadores; sí, esas personas de inestable condición, porque no lo definen por mínimos o por máximos, sino por su fin: la búsqueda del bien común. Son justamente aquellos que postulan que debe existir todo el Estado necesario, de acuerdo con la subsidiariedad y la solidaridad, quienes presencian cada derrota de las instituciones con la angustia de verlas deteriorarse y caminar hacia su hipertrofia o arriesgar su desaparición.


Hoy, algunas derrotas son más evidentes, otras más sutiles. De entre las segundas, se ha percibido una que quizás explique el porqué de tantas otras: nuestras instituciones estatales, comenzando por el Consejo de la Cultura y de las Artes, no han sido capaces de fijar en la memoria que realmente celebrábamos el aniversario de la primera Junta de Gobierno, inicio de un proceso de emancipación que culminaría con la independencia formal, más de siete años después. Por eso, miles de chilenos contestaron en una encuesta pública que habían sido los mapuches los que habían ganado la Independencia en la batalla de La Moneda para consagrar como primer Presidente de la República a Bernardo O'Higgins. No es broma, es drama. Pero ¿le importa o no al Estado una derrota tan evidente en sus tareas de formación de la conciencia nacional?


De las otras, dos de las más visibles y grotescas parecen estar consumadas, y otras tres, cerca de concretarse. Por una parte, el modo de proceder presidencial en el caso Punta de Choros. Las instituciones simplemente no funcionaron, ni siquiera con la apariencia que tenían bajo Lagos. Todo el aparato estatal fue desmontado mediante una llamada, dos explicaciones comunicacionales y quizás qué gestión amistosa tras bambalinas. Fue eficiente, pero aniquilante.


Por otra, hasta ahora no hay reacción decisiva por parte del Ministerio de Educación para quitarle el patrocinio que dio la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (de su dependencia) al Festival de cine lésbico, gay y transexual, a realizarse en el Centro Cultural Palacio La Moneda (entre otros lugares) del 1 al 15 de octubre próximos. No es despiste, es complicidad.


Hasta ahí las derrotas consumadas, las de cero puntos para el Estado. Pero todavía se juegan otros tres partidos, todos con mal pronóstico: la eventual derrota del Estado frente a grupos de indígenas radicalizados, lo que dejará en la indefensión a los trabajadores honrados; la probable derrota del Estado frente a las demandas de una mujer que insiste en recuperar la custodia de sus hijos, para que vivan con ella y su pareja homosexual, y la posible derrota del Estado frente a la necesidad de poder extraditar a Apablaza y juzgarlo en Chile.


Ambientalistas, poderosas minorías sexuales, indigenistas y algunos terroristas acompañados de sus encubridores: son ellos los que están cerca de quedarse con todos los puntos en juego.


miércoles, 29 de septiembre de 2010

Repercusiones absurdas al déjà vu de Longueira, por Matías Carrozzi.


Repercusiones absurdas al déjà vu de Longueira,

por Matías Carrozzi.

Aceptando de antemano que el tema que propongo a continuación carece de los elementos para triunfar en tiempos de mapuches y realities, no puedo dejar pasar la desilusión que me atrapó después de leer y escuchar a algunos dirigentes de Renovación Nacional (RN) y de la Unión Demócrata Independiente (UDI) reaccionando al déjà vu de Pablo Longueira el Domingo pasado y es que, díganme ingenuo, hasta hoy creí en la capacidad de varios de ellos para reparar en que la sola reiteración de su critica (idéntica a la realizada en el mes de mayo) es un hecho de extraordinaria trascendencia política y no merece ser tratada sólo como un acto de rebeldía, revanchismo o pataleta sin sentido del Senador por Santiago.


Claro, uno podría aceptar (o justificar) este tipo de impericias en sujetos como Manuel Ossandón, es decir, un country style del tipo “creo que hay otras formas de mantenerse vigente”, pero no de los principales líderes del sector (Larraín, Coloma, Von Baer, entre otros).


Confieso que me atormentó el análisis realizado, por lo menos los formulados a los medios de comunicación que tengo por costumbre (y estima) consultar para informarme y es que no tengo ni la más remota idea qué parte de las declaraciones de Longueira no entendieron los comensales.


Es raro que me equivoque, pero podría apostar a que Pablo señaló con la frase "el gran problema del gobierno de Piñera es que es de Sebastián Piñera" algo muy distinto que este Gobierno es malo, bueno, fome o histérico. Es más, podría poner en garantía mis ridículos ingresos para decir que lo que el cálido Senador dijo es que el Gobierno comete un error estratégico al reconocer su cometido sólo adherido a la figura del Presidente. Siempre en el entendido de que se pretenda continuar administrando el ejecutivo después del mandato de Sebastián Piñera.


Lejos de reaccionar a esa inquietud, a mi juicio muy razonable por cierto, los dirigentes prefirieron descender a las tinieblas de lo absurdo y llevar el asunto por otro lado. Lo loco de esto es que ni siquiera la lectura más superficial y fuera de contexto podría llevar a una persona medianamente instruida a interpretar de esa forma las declaraciones de Longueira. Algo así como: hola Matías, ¿qué día es hoy?... qué tal Pablo, son las tres y media.


Eso en cuanto a la cuña central del Senador, pero el otro asunto que también se desprende de sus palabras, quizás de manera más sutil para los que ven de lejito el maravilloso mundo de la política, pero a mi juicio el que representa mayor potencial para los detractores de Pablo, es que reiterar las mismas cosas que hace cuatro meses supone que su voz no es todo lo influyente que creen muchos, lo que podría ser utilizado para menoscabar su liderazgo al interior de la UDI mirando las campañas municipales que servirán para mostrar y evaluar el arrastre de los posibles sucesores de Piñera. Y digamos que en esa idea ya hay varios(as) juntando plata para salir en la foto. Ni siquiera los principales favorecidos por esta confesión (la oposición) supieron exprimir el asunto.


En fin, las acciones que de esta situación deberían salir es que, por una parte, el Gobierno expanda los éxitos y fracasos de su gestión a los partidos y movimientos que lo apoyan y, por su lado, los partidos dejen de lado su orgullo y comiencen a llamar al Gobierno como SU gobierno y compartir los gastos de arriendo para abrir una casucha en cuya fachada puedan colgar un cartel que diga “aquí está la Coalición por el Cambio” a fin de formalizar, aunque sea sólo por estética, la idea de un conglomera superior y suprapartidista. ¿Se entiende ahora?.


Ya, me cansé de trabajar gratis, así que junto con agradecerles el esfuerzo de leer esta bazofia, les ruego dejen sus comentarios y aporten con el sueldo espiritual de este insignificante calumniador.


Un abrazo gigante a todas y todos.


martes, 28 de septiembre de 2010

Celebraciones, por Adolfo Ibáñez.


Celebraciones,

por Adolfo Ibáñez.

Las nutridas actividades que se programaron a lo largo del país realzaron el regocijo con que la población celebró el Bicentenario. En esta ocasión se notó un énfasis especial en todos, lo que permitió sostener la fiesta durante los cuatro días.

En los sectores de élite, aquellos que expresan sus ideas principalmente a través de discursos oficiales, actos institucionales y medios de prensa, se manifestó una tónica interesante: menudearon las referencias a la unidad y la fraternidad del país y, también, ofrecieron un recuento notable de lo que fueron las celebraciones de hace cien años.

Sin embargo, estuvo completamente ausente en aquella mirada de la élite el recorrido por el siglo transcurrido. En cien años más se observará con asombro que en Chile nada habría ocurrido durante el siglo XX. Este vacío de historia se contrapone con las reiteradas y destacadas alusiones a la unidad. La pregunta obvia apuntará a averiguar qué sucedió durante esos años que hizo tan necesario reiterar en esta ocasión nuestra fraternidad.

Y no tardarán en descubrir que predominó un ánimo diametralmente opuesto al espíritu republicano que animó las celebraciones de 1910. Este último se expresaba en la responsabilidad para participar en la vida colectiva y en la conciencia de que cada uno debía aportar lo suyo y respetar lo de los demás: los obreros con sus cuentas de ahorro y que formaban sociedades mutuales para defenderse de las adversidades de la vida constituyen el mejor ejemplo.

A partir de los años veinte del siglo pasado comenzó a magnificarse el Estado, es decir, el Poder Ejecutivo, para imponer soluciones globales y con rapidez. Fue así como se incrementó notablemente el tamaño y el poderío interventor de la Administración Pública, la que paulatinamente fue adquiriendo potestades legislativas y jurisdiccionales en las más variadas áreas. Ellas fueron justificadas, en cada caso, por una pretendida ejecutividad para resolver situaciones puntuales, siempre planteadas como de estricta justicia, en circunstancias que sólo afirmaban beneficios para unos pocos, y siempre en perjuicio de aquellos sin voz ni capacidad de presión para resistir a las oligarquías poderosas: gremios profesionales, sindicales y empresariales apoyados normalmente por partidos políticos y reparticiones públicas sectoriales, creadas especialmente para consagrar la participación privilegiada de los favorecidos.

Esto conllevó una frondosa, casuística y contradictoria actividad normativa, formada por leyes y numerosas otras disposiciones administrativas igualmente obligatorias. Se consolidó así la primacía incontrarrestable de la Administración Pública y de su titular, el Presidente de la República. Al mismo tiempo, disminuyó y desvalorizó a los poderes Legislativo y Judicial.

Este resultado estaba lejos del ánimo que impulsó a los que difundieron estas ideas cien años atrás, pues ellas constituyeron un testimonio del espíritu republicano y democrático que animaba a los hombres de entonces. El efecto no deseado fue la muerte de dicho espíritu.

El desarrollo del estatismo alcanzó su culminación durante la década revolucionaria que sacudió totalitariamente al país antes de 1973. Sus protagonistas fueron los partidos políticos que surgieron durante los años cuarenta y cincuenta. También la Iglesia Católica, movilizada tras la quimera de cristianizar la revolución. Así fue como se llegó en los años sesenta al apogeo de las imposiciones siguiendo a las ideologías antidemocráticas, privilegiando el odio que liquidó la unidad de los chilenos y todo vestigio del espíritu y del orden político republicano, única y finalmente inútil defensa para el grueso del país frente a la escalada de la violencia revolucionaria.

Esto obligó al gobierno militar a replantear las bases de la organización política y de la administración del Estado para hacer viable la supervivencia de la nación. Pero el espíritu republicano yace aún extraviado y su restablecimiento no depende sólo de una mecánica constitucional. Esta pérdida, unida al horror de la revolución que casi se consumó, y respecto de la cual todos eluden sus responsabilidades, ha llevado a no mirar la historia de estos últimos cien años.

Para superar este vacío es preciso hacernos cargo de nuestros desvaríos y de regenerar la esencia republicana mediante tareas de envergadura que abran oportunidades a cada uno y conduzcan al encuentro de todos. Lograda esta meta, ya no será necesario ocultar el tiempo vivido y los chilenos del futuro celebrarán naturalmente unidos el camino que recorran y las metas que conquisten.

lunes, 27 de septiembre de 2010

La política de los desafíos sociales, Felipe Kast, Ministro de Planificación


La política de los desafíos sociales,

Felipe Kast, Ministro de Planificación.

Conocí a María en Curanilahue hace casi quince años. A pesar de las dificultades económicas y sus crecientes problemas de salud, su sonrisa y empuje todavía iluminan las calles torcidas por los cerros. Años más tarde, mientras pasaba un fin de semana en su casa, sus ojos se pusieron húmedos. Estaba contenta con la visita, pero el verdadero motivo de sus ojos brillosos tenía una génesis distinta, y era fundamentalmente política. Al ver a Pedro, su nieto de 13 meses que recién aprendía a caminar, se percató de que no tendría ni la mitad de las oportunidades de sus amigos universitarios. María no estaba preocupada por ella, ni por las precariedades de su hogar, sino por experimentar en carne propia -abuela y nieto- la persistencia de la desigualdad de oportunidades.



En las últimas tres décadas hemos dado pasos importantes, y es precisamente por eso que ahora, cuando iniciamos nuestro tercer siglo como nación independiente, debemos volver a la discusión política con voluntad y desafíos que estén a la altura de las circunstancias. La acción política no puede reducirse a explicar en forma articulada los fenómenos externos que afectan a nuestra realidad social. María y Pedro esperan que asumamos responsabilidad política frente a los desafíos sociales. Así lo reiteró el Presidente en su discurso ante las Naciones Unidas esta semana, donde Chile presentó el Tercer Informe de Avance de los Objetivos del Milenio. Nuestra meta es erradicar la pobreza extrema antes del 2014 y sentar las bases para terminar con la pobreza antes de que termine esta década, para así avanzar hacia una sociedad más justa, fraterna e inclusiva.



Precisamente por esto es que nuestro gobierno ha puesto en el centro de su agenda la construcción de una sociedad de oportunidades, lo que, más que un eslogan, significa marcar un sello que ordene el contenido y la consistencia de la política social. Que no sea la cuna en la que nacemos la que determine irrevocablemente el lugar al cual podemos acceder, el lugar al cual Pedro puede llegar.



Es cierto que el Estado no puede sustituir el esfuerzo, la creatividad y el mérito como fuentes de progreso social, pero el solo empeño no alcanza si en lo colectivo no somos capaces de tomar aquello que está a la mano para algunos y hacerlo accesible para la mayoría. Ni el más profundo de los mercados ni el más robusto de los aparatos públicos pueden asegurar la integración social y la igualdad de oportunidades por sí solos.



Para distribuir oportunidades, sin privar de ellas a numerosos sectores de la ciudadanía -mujeres, jóvenes, pueblos originarios, entre otros-, es tan importante ser capaces de implementar políticas que fomenten el ingreso autónomo fruto de un trabajo digno, como aplicar transferencias directas y políticas especiales ahí donde éstas significan la diferencia entre la inclusión y la exclusión social.



Para lograr este objetivo deberemos avanzar en múltiples áreas. Lo primero e insustituible es la creación de empleos de calidad. No es la única, pero no existe herramienta más digna y poderosa para erradicar la pobreza, y este año las cifras de nuevos empleos son especialmente positivas, lo que permitirá revertir el alza en los niveles de pobreza.



Un Estado que aspira a la justa distribución de oportunidades también requiere de una institucionalidad que se ocupe de generar las condiciones para que los esfuerzos y recursos que se destinan para ello lleguen en forma oportuna, eficiente e íntegra a sus destinatarios. Al mismo tiempo, deberá ser capaz de focalizar y evaluar la inversión social, así como las políticas, programas y agencias destinados para ello.



Adicionalmente, la institucionalidad que se ocupe del desarrollo social deberá ser capaz de interactuar cotidianamente tanto con las instancias de decisión política y ejecutiva del Gobierno como con los actores clave del mundo político y la sociedad civil, donde radica buena parte del conocimiento acumulado sobre la real dimensión de la pobreza y sus causas profundas. Me refiero con ello a los alcaldes, los dirigentes sociales y vecinales o las agrupaciones que trabajan en terreno con comunidades de base.



Todo lo anterior forma parte de las metas y atribuciones del Ministerio de Desarrollo Social, cuya institucionalidad ha sido enviada en estos días al Congreso Nacional para su discusión y aprobación. El desafío de superar la pobreza y distribuir oportunidades que nivelen la cancha en la que nos desenvolvemos cotidianamente requiere de un consenso amplio, y confiamos en que los legisladores de todos los sectores políticos se sientan convocados a contribuir con esta tarea.


sábado, 25 de septiembre de 2010

Al que le venga el sayo que se lo ponga....

Al que le venga el sayo que se lo ponga....

por Mario Montes.


Sin duda mirando la naturaleza podemos ver que hay muchos ejemplares de aves que resultan ser verdaderos expertos en el arte del camuflaje y con ello logran sobrevivir a las acechanzas de sus depredadores naturales.

Un poco más cerca vemos que existen también humanos que se mimetizan con el ambiente para pasar desapercibidos, pero, que apenas pasa el peligro asoman como censores de los demás y muestran una valía que no tienen.

Con su salida del “closet” lanzan todo tipo de invectivas contra aquellos que han tenido posturas sólidas en la defensa de los valores propios y por medio de la manipulación intentan apoderarse de los esfuerzos de otros.

Generalmente son mediocres, con una aguda falta de creatividad y una escasez de principios que asusta, son valientes escondidos tras el teclado de un computador y sumamente activos en actos insignificantes.

Se arrogan representaciones que no tienen, poseen una sobreestimación de sus capacidades y una impactante dosis de ambiciones que tratan de ocultar aprovechándose de causas nobles.

No poseen una ideología definida, pero, con recortes desvergonzados intentan apropiarse de los éxitos de todos, pero claro utilizándolos con una abismante propiedad que oculta sus indefiniciones totales.

Con rezagos de diversas ideologías disimulan su absoluta falta de ideas propias e intentan convertirse en íconos de la pureza ideológica, cuando son solo unos malos copiadores y pésimos intérpretes del burdo plagio.


viernes, 24 de septiembre de 2010

Dura de matar, por Roberto Ampuero.

Dura de matar,

por Roberto Ampuero.

Cuando escribí mi primera novela policial, una agente literaria europea me recomendó no seguir haciéndolo. En su opinión, los lectores europeos y norteamericanos estaban sólo interesados en novelas que representasen a la región mediante una narrativa de corte mágico-realista, como la de los célebres Gabriel García Márquez o Alejo Carpentier. No había espacio, creía ella, para latinoamericanos que practicasen un género creado en el norte en el siglo XIX. Las tramas de detectives, intriga y espías eran coto exclusivo de los autores del Primer Mundo o de aquellos nacidos en las naciones enfrentadas en la Guerra Fría. Además, en Chile nadie iba a creer en detectives de ficción radicados en Chile.

Su afirmación resultó tan errónea como aquella, en boga también entonces, de que la novela en general estaba condenada a morir pronto. La novela, en general, y la novela policial latinoamericana, en particular, gozan hoy de excelente salud en el mundo, a juzgar por las nuevas librerías y el auge de la venta de libros electrónicos. Muchos confunden el futuro del libro impreso con el futuro de la novela. Yo soy un optimista con respecto a lo segundo, porque nada sustituye la especificidad de lo que brinda la novela. Ningún otro arte, disciplina o tecnología nos permite indagar y explorar de forma tan intensa y profunda el alma humana, sus pasiones, anhelos y frustraciones. Y nada nos permite eludir esa terrible condena que nos oprime desde la cuna a la muerte: tener que ver el mundo desde nuestra estrecha perspectiva. Sólo la novela nos permite salir de nuestro yo, ingresar en otro ser para contemplar y tratar de entender las cosas desde allí, desde una posición de otro modo inalcanzable.

La novela policial latinoamericana, considerada ayer un género menor, se estudia hoy en universidades europeas y norteamericanas, genera congresos y ensayos, y contagia con sus recursos y atmósferas a la novela a secas. Es un avance notable, ya que en los años 40 había autores latinoamericanos que escribían bajo seudónimo anglo novelas policiales que ocurrían en una Nueva York o un Londres que nunca habían visto. Sospecho que su actual fortaleza estriba en que supo beber de la tradición anglosajona, aprender de la novela dura estadounidense y de las corrientes europeas, y luego se atrevió a romper su dependencia con respecto al norte y a crear un género prácticamente nuevo, original, auténticamente regional, pero inserto en el mundo globalizado, uno en el cual los investigadores kantianos del norte no tienen sitio, pues la realidad continental es irreductible a categorías del norte.

Su vitalidad viene también de su capacidad para proyectar la condición humana en las trepidantes y peligrosas metrópolis de América Latina, en su habilidad para presentar artísticamente la vida de hoy con un realismo estremecedor. Nada ofrece hoy, a mi juicio, una mejor radiografía de la región que la novela policial latinoamericana. Ella logra sumergirnos como azorados testigos en los dramas y las pasiones humanas, ya sea en medio de la letal Ciudad Juárez, la asfixiante Cuba del castrismo o la polarizada Venezuela, en la Colombia golpeada por la narcoguerrilla, el pujante Brasil de Lula o la aporreada Argentina, o bien en nuestra propia historia reciente. Nada ni nadie escapa a la lupa de los novelistas policiales latinoamericanos, ni el estado democrático ni el dictatorial, ni las zonas marginales ni las exclusivas, ni los gobiernos ni los militares ni la justicia, ni los abogados ni los periodistas ni los escritores. Es una gran forma de captarle el pulso al continente y los sueños y frustraciones de sus habitantes.

La novela nos permite eludir esa terrible condena que nos oprime desde la cuna a la muerte: tener que ver el mundo desde nuestra estrecha perspectiva.