Reforma,
por Adolfo Ibáñez Santa María.
Reformar la Constitución se ha vuelto una consigna. En ella se une el grito callejero con un anhelo profundo de los políticos de todos los tiempos. La actual forma vociferante muestra la primacía de la calle y revela una carencia de mensaje a transmitir. También sirve como disfraz para aparecer promoviendo la justicia y la felicidad.
La ausencia de líderes que muestren un camino sólido y atractivo contrasta con numerosas y disímiles personas que hoy tienen el coraje de resaltar la cordura y la sensatez frente a las protestas de estos días. ¿Reformas para qué? Para cambiar el sistema injusto y opresor, afirmarán los que vocean la consigna callejera, mientras proponen una asamblea constituyente. Para perfeccionar la democracia, dicen los políticos, planteando también la necesidad de la asamblea.
Si tienen éxito, los unos se desbandarán luego de destruido el sistema vigente. Los otros lograrán hacer más duro y excluyente su monopolio en los cargos electivos, pero no así en la conducción del país, que pasará a los más audaces. A partir de entonces, la democracia servirá para sostener un ropaje desvencijado como un espantapájaros. Y el pueblo deberá bajar la cerviz y aprender a contentarse con las migajas que le entreguen los comandantes, los discurseadores, los jefes iluminados pero inútiles para alcanzar metas que nos proyecten al futuro.
Ha sido una constante postular reformas constitucionales. Entre 1860 y 1890 fueron para afianzar el parlamentarismo, lo que no evitó la revolución de 1891. A partir de 1925 se prefirió recurrir a prácticas extraconstitucionales, a leyes contraconstitucionales y estatismo creciente para acentuar el presidencialismo. En 1980 prevaleció una orientación contrapolítica para evitar los abusos anteriores de la élite rectora, la misma que ahora la ha acomodado a sus intereses: desde que se eliminaron los senadores designados y el reemplazo de los parlamentarios por el compañero de lista, desapareció la relativa moderación y comenzó el fraccionamiento de los partidos. La institucionalidad actual tiende a sustentarse en frágiles alianzas tácticas e instrumentales que facilitan el populismo.
La responsable conducta cívica de la gran mayoría ha sido la respuesta a los que vocean consignas a título de reformas urgentes. Ahora le toca al mundo político realzar las instituciones para afianzar la estabilidad del país y señalar un rumbo convincente que aliente a los chilenos.
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