Cuidemos Chile,
por David Gallagher.
Los recientes disturbios en Inglaterra se detonaron cuando una inoportuna bala policial mató a Mark Duggan, un hombre de 29 años, que había sido, pero que ya no era, miembro de una pandilla de Tottenham, un suburbio al noroeste de Londres. El incidente derivó en una protesta, con algún saqueo que la policía hizo poco en prevenir. A través de los medios sociales, corrió la voz de que se podía saquear con impunidad, y la práctica se extendió a otros barrios de la ciudad, y a otras ciudades del país. La gente retiró plasmas, computadoras, ropa, hasta agua mineral, "porque podía", según dijo después, y porque "lo estaba haciendo todo el mundo", demostrando, como en Chile después del terremoto, lo fácil que es que se desmorone el orden moral, cuando se descubre que infringirlo no tiene costo. Se comprobó, además, que los endiosados medios sociales -los que tienen tan obnubilados a tantos políticos en todas partes- pueden convocar a gente a cualquier tipo de hazaña: idealista, como en la primavera árabe, o simplemente delictual, como en el caso inglés.
Los líderes británicos tenían tan poca idea de lo que iba a pasar que estaban todos de vacaciones. Pero cuando volvieron se unieron. Porque sabían que peligra la sociedad entera cuando minorías se toman la calle, sea la que sea la razón. Un político de izquierda dijo que los saqueos eran "protestas", producto de los recortes fiscales del gobierno, pero de inmediato fue denostado por sus colegas. Ed Milliband, el líder de la oposición, dijo que su partido iba a trabajar "hombro con hombro" con el gobierno de Cameron para restaurar el orden.
Qué diferencia esa actitud con la de la oposición en Chile. Es cierto que las protestas acá han sido por causas atendibles. Pero se ha ido imponiendo en el país la ley de la calle, y la oposición, demasiadas veces, se ha plegado a ella. No es cuestión de no querer que haya protestas. En todo país democrático la protesta desempeña un rol vital. Nos concientiza en cuanto a necesidades desoídas. Incluso los saqueos ingleses han sido útiles en ese sentido, porque han destacado el drama de un lumpen juvenil que no tiene acceso justo ni a la educación, ni al trabajo. Pero de allí a que mande la calle, o a que se pretenda legislar desde la calle, hay un trecho largo. Cuando manda la calle se rompe el contrato social implícito en una democracia representativa, y nos asomamos a la guerra de todos contra todos, donde el que gana no es el que tiene las peticiones más justas, sino el más fuerte, el más audaz, el más descarado, aunque invoque a una supuesta "ciudadanía" para justificar sus demandas particulares. Eso parece que no lo entienden algunos políticos de oposición, al ser tan permeables a las exigencias callejeras, en vez de concentrarse en ejercer su responsabilidad de legislar para el bien de todos. Por cierto, no parecen percatarse de la ironía de que, al unirse a las manifestaciones, protestan contra su propio legado. Tampoco parecen entender lo surrealista que es pedir calidad de educación de la mano de profesores que se resisten a ser evaluados.
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