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sábado, 6 de agosto de 2011

¿Qué nos pasa?, por Jorge Edwards.


¿Qué nos pasa?,

por Jorge Edwards.





En Lima, donde he venido a la Feria del Libro de acá y donde siempre me gusta venir, no me preguntan lo que me preguntaban antes: ¿Cómo está Chile? Me hacen una pregunta mucho más difícil, y que implica una visión determinada: ¿Qué le pasa a Chile? La verdad es que pasan muchas cosas, y que todavía me falta una respuesta clara, que me convenza, por lo menos, a mí mismo. La protesta de los estudiantes tiene un sentido, una razón de ser, y obedece a situaciones que no tienen un año, que tienen veinte o más años. Ahora bien, no sé si marchar por las calles, tirar piedras, ocupar recintos escolares, sirve de algo. Sirve para llamar la atención sobre el fenómeno educacional, desde luego, pero tiene un aspecto negativo evidente, ya que posterga y deja en suspenso los estudios mismos. En una asamblea, un alumno propone una solución colectiva: que nos aprueben a todos, dice. Propone reemplazar la educación, la verdadera formación del conocimiento, por un papel timbrado. Debe de ser un alumno posmoderno, me digo.



Voy a permitirme contar algo que va a molestar, que podría sacar roncha en algún lado, y que sin embargo es conveniente que se escuche dentro de la polémica y del ruido de estos días. En años recientes hice clases sobre temas literarios en la Universidad de Georgetown, en Washington D. C., y en la Universidad de Chicago. En una estada mía santiaguina, me pidieron que dictara un cursillo en diez lecciones sobre el Quijote. Acepté la idea con gusto. Pues bien, llegaba a la hora exacta a mis cursos de Georgetown y de Chicago y siempre me encontraba con lo siguiente: los alumnos, que habían entrado a la sala un par de minutos antes, me esperaban sentados en sus sitios, con los cuadernos y los libros abiertos. Les preguntaba si habían leído el libro que les había pedido en la clase anterior y la respuesta era siempre igual: no sólo habían leído ese libro, sino los comentarios principales, las críticas, incluso obras relacionadas o afines. En mis clases sobre el Quijote en Chile, que me exigían intensas lecturas semanales, desde el texto clásico hasta los ensayos de Américo Castro, de Miguel de Unamuno, de Vladimir Nabokov, de muchos otros, me ocurría exactamente lo contrario. Yo era siempre el primero en llegar. Los alumnos, agobiados, desastrados, aburridos de antemano, iban entrando después y se demoraban alrededor de quince minutos en ocupar sus asientos. No son fantasías: el rector de aquella universidad también asistía a mi curso y en una oportunidad, escandalizado, desbordado, reunió a los estudiantes y les reprochó su conducta con singular elocuencia. Pero había un detalle todavía más grave. Yo les preguntaba si habían leído los dos o tres capítulos, o el ensayo de Américo Castro, de Mario Vargas Llosa, de Gonzalo Torrente Ballester, que les había pedido que leyeran, y era frecuente que me contestaran que “no habían tenido tiempo”. Ahora llega a Chile un poeta excepcional, jubilado después de dictar cursos durante más de treinta años en una conocida universidad norteamericana, e intenta aplicar su experiencia académica entre nosotros. Cuenta a sus amigos que está decepcionado, que no desea seguir, porque sus alumnos chilenos “no leen nada”. ¿Culpa del sistema, me pregunto, del lucro, de la baja calidad de la enseñanza? Me atrevo a pensar que la indiferencia, el desgano, la búsqueda de resultados fáciles y rápidos, arrasan con todo, y que si la protesta estudiantil no incluye estos elementos de juicio, una autocrítica en profundidad de estas actitudes, no servirá de nada.



Mi experiencia de la Feria del Libro limeña ha sido reveladora, además de inquietante para nosotros, los chilenos. Ha tenido una relación clara con los asuntos que he contado un poco más arriba. He observado un interés, una curiosidad, un respeto por la cultura en el sentido más amplio de la expresión, que se divisan muy poco entre nosotros. A todo esto, el stand chileno me llamó la atención por lo estrecho, modesto, grisáceo, y porque sólo había unos pocos libros de muestra. Es que se redujo a la mitad del año pasado, me explicaron, ¿y por qué?: nadie sabía por qué, y alguien se encogió de hombros y me contestó: porque sí. La respuesta parecía un poema de Oscar Hahn, o quizá un artefacto de Nicanor Parra. Lo triste del asunto era que el stand de Argentina, al lado, tenía alrededor de ocho veces las dimensiones del nuestro; el de Venezuela, un poco más allá, cuatro veces, y el del Fondo de Cultura Económica, la gran editorial de México, estaba lleno de público, de gente que hacía cola para comprar libros. Tuve después la audiencia mejor que he tenido nunca en estas ferias internacionales, con más de cincuenta personas de pie al fondo de la sala, y mis preguntas, mis perplejidades, mi disconformidad, continuaron. Claro está, no tengo la menor intención de salir a manifestar en las calles, sino de leer más, de adquirir más libros, de formar una biblioteca digna y dejársela a mi gente, aunque se la coman los ratones. Se impuso la época del libro digital, de esas cosas, pero la palabra escrita, a pesar de todo, se mantiene entre la amplia minoría, entre los “happy few”, que decía Stendhal, y son una minoría enteramente transversal en el sentido de las clases sociales. Después voy a una gran exposición de Fernando de Syszlo, en un edificio restaurado del centro de Lima, me reúno con él, y compruebo un fenómeno equivalente de interés colectivo, de cariño por el pintor, de deseo general de entender y aprender. En la gran retrospectiva hay papeles, cartas, testimonios de César Vallejo, de Octavio Paz, de Pablo Neruda. Es América integrada en el arte, en el pensamiento: pintura, libros, palabras escritas y dibujadas. ¿Y dónde queda el Chile de ahora, qué nos pasará a nosotros? Veo al regresar a Santiago a unos supuestos estudiantes tocando cacerolas, provocando incendios, y me quedo triste. El espíritu no anda por estos lados. Lo siento mucho, pero el espíritu está en otra parte.


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