La perniciosa impunidad del vandalismo,
por Hernán Felipe Errázuriz.
David Cameron, Primer Ministro británico, con ejemplar firmeza emplazó a los que saquearon y atacaron a la policía en las protestas en Gran Bretaña.
Su mensaje fue claro: no habrá impunidad para la barbarie, la policía restauró el orden público, y el gobierno, dispuesto a asumir los costos políticos por el uso de la fuerza, terminó fortalecido. El Mandatario no descartó el despliegue del Ejército, si fuere necesario.
La oposición laborista, los alcaldes y dirigentes vecinales apoyaron a Cameron; saben que la seguridad está por encima de otras demandas sociales, incluida la educación. La prensa publicó fotografías de los saqueadores prófugos para capturarlos. Los vecinos se organizaron para limpiar los destrozos. Centenares de violentistas han sido encarcelados. Los jueces trabajaron en horarios extraordinarios, se reforzó la policía con personal en retiro y, ante la saturación de las cárceles, se habilitaron las comisarías. Allí las instituciones funcionan: la justicia actúa con severidad; los políticos no sacan cálculos electorales cuando está comprometido el interés nacional; las organizaciones civiles actúan para defender el orden, y el país se une para repudiar los desbordes.
Los británicos han reaccionado siguiendo a John Stuart Mill, quien afirmó que la libertad de un individuo está limitada: no puede hacer daño a otra persona. Cicerón, 16 siglos antes, sostenía " Salus populi suprema est lex " (la seguridad de la gente es la ley suprema).
Un factor decisivo de la delincuencia es la ausencia de castigo. Los vándalos crecen desde la escuela como matones, rompen vidrios y luminarias, practican robos menores, para terminar como criminales camuflados en las manifestaciones, sin que nadie los castigue. Está en los padres, la educación, profesores, jueces, policías y autoridades imponer la disciplina para poner fin a la tolerancia del pillaje.
El vandalismo daña la vida civilizada y tiene dimensiones políticas: es funcional a los supuestos progresistas que, estúpidamente, lo estiman resultado de fracturas sociales. Y beneficia especialmente a los comunistas, que aprovechan las manifestaciones violentas para empoderarse, asumir como interlocutores -con la ingenua aceptación de muchos de nuestros políticos- y para justificar la violencia como repudio a la libertad de enseñanza.
En la erradicación del vandalismo están en juego la seguridad y la defensa de las libertades políticas y económicas, que destacan a Chile como un ejemplo ordenado de democracia y progreso, en comparación con otros modelos fracasados, como el marxismo en Cuba y el populismo en varios países de la región. A ellos también les interesa que se instaure el desorden impune en Chile, para validar sus agonizantes proyectos.
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