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viernes, 12 de agosto de 2011

Educación para la convivencia, por Margarita María Errázuriz.

Educación para la convivencia,

por Margarita María Errázuriz.



En mi anterior columna planteaba que la verdadera revolución de la educación tendrá lugar cuando a las mal llamadas habilidades blandas se les otorgue el debido espacio en el sistema de enseñanza. Para referirme al tema, las vinculé con la empleabilidad, porque hay estudios que demuestran que precisamente ellas son las más valoradas en el mercado laboral. Pero la importancia de ellas —que para mí son “duras”, pues adquirirlas supone una difícil práctica diaria, hasta que dejan huella en el carácter de la persona— va mucho más allá de su valor en el mundo del trabajo. Estas habilidades dan un sello de calidad a cada persona, el que influye en su entorno y que, al ser muchos los marcados, de alguna manera incide en las características de nuestra convivencia. A ese punto quiero referirme en esta oportunidad.



Hay quienes dicen que vivimos una crisis silenciosa, en la medida en que no hemos entendido cuál es el verdadero problema de la educación. Si ésta hubiera puesto atención a la práctica de las habilidades ya mencionadas, situaciones tan urgentes como la desigualdad, su mala calidad y la distribución de su financiamiento podrían ser resueltas con menor dificultad. Quienes han levantado este tema destacan que el sistema educacional se ha despreocupado de inculcar aptitudes que son necesarias para mantener viva nuestra convivencia. Al llevar a un extremo sus planteamientos, estas personas dicen que las tendencias de la educación, al enfatizar la inserción en el mercado laboral y la preparación para ganar dinero, inciden en que los estudiantes estén enfocados a sus propios intereses y terminen usando a las personas como medios para alcanzar sus fines.



Lo que se cuestiona a estas tendencias es la escasa disposición a prestar atención a la formación de personas capaces de respetar e interesarse por el otro; de ver a los demás como seres humanos y sentir compasión por sus dificultades. Estas características son un fundamento básico para la convivencia. Se las suele vincular con el concepto de empatía, entendido como la capacidad de ponerse en el lugar del otro y, gracias a ello, comprender la variedad de experiencias humanas y su complejidad. A dicho concepto se han referido desde hace décadas conocidos pensadores interesados en la educación y preocupados por la vida democrática. Cien años atrás, Rabindranath Tagore hablaba de una “imaginación empática”, porque a su juicio las personas no sólo requieren entender lo que les sucede a los demás, sino también tienen que ser capaces de imaginar cómo son afectadas por la dinámica social y cuánto contribuye cada cual a ese impacto. Por su parte, Francisco Varela, el conocido científico chileno, hablaba de la necesidad de la empatía, en la medida en que ésta permite trascender los propios límites para entender el territorio del otro, para dejarse tocar por su experiencia. Este hombre, cuyo legado es un valioso aporte, consideraba que ésta es una dimensión central en la educación. Ambos vislumbraron la transformación social que puede lograr esta cualidad personal si es practicada por muchos.



Si jóvenes y adultos fueran empáticos, no habría problema para encontrar la mejor fórmula para alcanzar una mayor igualdad en la educación, para hablar de impuestos, para superar la pobreza. Todos podrían entender la posición del otro y sería fácil llegar a acuerdos.



La empatía no se enseña: se vive y transforma al otro sin necesidad de palabras. Aquí está el gran desafío. Cada establecimiento escolar y de educación superior tendría que tener instalado un ambiente, apoyado por normas escritas y no escritas, donde el interés por descubrir y apoyar a cada ser humano, interesándose en su devenir, fuera la primera regla y mandato implícito subyacente en cada acción. Ese interés de unos por otros es una condición básica para la convivencia. Sólo a partir de éste podríamos esperar que las iniciativas de personas y grupos sean en beneficio de todos.

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