Reflexiones en una gira,
por Roberto Ampuero.
Acabo de visitar México y Colombia, presentando una novela. Antes pasé por Alemania y España. Recogí en esos países diversas impresiones, pero la esencial fue comprobar que allí existe una imagen altamente positiva de Chile. Ella emerge de su pasado y su situación actual. Del pasado: nuestra capacidad para transitar a la democracia, basados en acuerdos y compromisos y con economía sólida. De la actualidad: recuperación posterremoto, rescate minero y la notable performance económica del último año. El país se consolida de nuevo como un modelo alentador, en el que muchos latinoamericanos depositan la esperanza de una región democrática y estable, con menos pobreza y mayor equidad, y mejor integrada al mundo.
México afronta una situación delicada en el norte, donde el ejército y la policía libran una guerra contra el narcotráfico. Al mismo tiempo, asombra por la vitalidad y riqueza de su cultura y la calidad del debate de sus intelectuales. México ve su cultura como refugio, reserva y brújula en tiempos difíciles. ¿Cómo logra combatir a un enemigo interno, que tiene su principal mercado en Estados Unidos, y destacar al mismo tiempo en literatura, teatro, cine, artes plásticas o la reflexión sobre su identidad y las Américas? ¿De dónde viene esa diversidad asombrosa que no ceja ni en las circunstancias más trágicas de su historia?
Hoy basta con poner un pie en Colombia para percibir el orgullo de los colombianos por la renovada imagen de su país. En los años 80 enfrentaban una crisis semejante a la de México actual. Según los colombianos, entonces eran los parias regionales, pues la narcoguerrilla tenía al país en vilo y a punto de ponerlo de rodillas. El ex Presidente Álvaro Uribe, que terminó recientemente su mandato con elevada aprobación ciudadana, le cambió el rostro a Colombia. Me tocó conversar con él en un vuelo a Estados Unidos, y me impresionaron no sólo su claridad y su sencillez, sino también el afecto con que lo felicitan los latinoamericanos.
En los cuatro países que visité, sentí un respeto profundo y genuino por Chile. Sin embargo, cuando contemplo de cerca el país, me inquieta la virulencia que gana terreno en la política. Percibo demasiada animadversión y odiosidad, prontitud en la descalificación del adversario, un déficit para discutir con objetividad, una fatal atracción por llevar la política a la calle. Le temo a la política que se hace en la calle, porque allí suele triunfar el vociferante, mientras el debate de ideas y los datos mueren bajo el griterío enardecido. Temo que estamos perdiendo la clave de lo que nos dio éxito y estabilidad: la capacidad para conciliar y hallar el justo medio, la imprescindible dosis de prudencia, la convicción de que no siempre se obtiene todo lo que uno se propone. ¿Nos estarán perjudicando períodos presidenciales cortos, que politizan temprano hasta discusiones técnicas? Me inquieta que este clima se enrarezca más en vísperas de las presidenciales y del fallo sobre diferencias limítrofes con Perú. ¿Podrá la clase política, vista críticamente por la ciudadanía, sintonizar mejor con la visión más moderada, a ratos desapasionada, con que la mayor parte de los ciudadanos contempla la política?