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lunes, 9 de mayo de 2011

Matar a un muerto, por Juan Carlos Eichholz.


Matar a un muerto,

por Juan Carlos Eichholz.



"Justicia infinita". Ese fue el nombre que el gobierno de EE.UU. le dio a la operación que siguió a los atentados del 11 de septiembre de 2001. Sonaba a venganza, desde luego, hasta las últimas consecuencias. Y claro, ¿quién podría negarle a los norteamericanos querer buscarla? Pero el nombre duró sólo unos días, porque la propia Casa Blanca decidió cambiarlo por "Libertad duradera". Un giro muy simbólico y de profundo alcance, que significaba poner más acento en el soft power que en el hard power, más en convencer que en vencer, más en democratizar que en militarizar.


Para Bush y sus "halcones", sin embargo, el cambio de nombre no significó mucho más que una estrategia comunicacional, porque en los hechos fueron en busca de la tan ansiada venganza, invadiendo Afganistán e Irak, inaugurando la "guerra contra el terrorismo" y etiquetando a sus enemigos como el "eje del mal". Y es que, además de ver el mundo en blanco y negro, de dividirlo entre los buenos y los malos, la estrategia de buscarse un enemigo externo es infalible a la hora de unir a las propias huestes, que en este caso decidieron reelegir a su Presidente para continuar defendiéndolos del mal.


Visto de este modo, Bush terminó siendo para los estadounidenses lo que Bin Laden fue para los musulmanes; esto es, el representante de los grupos internos más extremos, el vocero de los que buscaban venganza, el paladín de los que veían en los otros la amenaza a su propio estilo de vida. Sin embargo, la paradoja es que, al final, ambos fueron derrotados por su propia gente antes que por el supuesto enemigo que estaba al frente.


Y es que esa idea de "Libertad duradera" sí fue llevada adelante, no por los "halcones" del gobierno de entonces, claro está, sino por la propia ciudadanía, y en particular por las universidades y los medios de comunicación, incluyendo en éstos a Internet y las redes sociales, por cierto. Mientras las primeras, yendo en contra de lo que se podía esperar, abrieron sustancialmente los cupos para estudiantes extranjeros -en especial a los provenientes de Medio Oriente-, los otros traspasaron las fronteras y llegaron a las casas de millones de personas que comenzaron a darse cuenta de la opresión de que eran objeto, tanto por parte de gobiernos autoritarios como por parte de fanáticos religiosos.


Así, lo que Bush representaba fue derrotado por un candidato que transmitía -y representaba en sí mismo- los valores contrarios a los que aquél enarboló: empatía antes que altanería, autodeterminación antes que imposición, colaboración antes que segregación. Y lo mismo ocurrió con Bin Laden, que no fue derrotado por el poderío militar norteamericano, sino por la llamada "primavera árabe", ésa que está proclamando el valor de la libertad por sobre el del orden coercitivo, el valor de la persona por sobre el del Estado, el valor de la heterogeneidad por sobre el de la homogeneidad.


Aun así, las preguntas que se han levantado en torno a la muerte de Bin Laden son válidas. Si para ubicarlo había que recurrir a la tortura de prisioneros, ¿era legítimo avanzar por esa vía? Si al ser encontrado estaba inerme y no representaba una amenaza para sus persecutores, ¿no correspondía detenerlo para luego juzgarlo? Si existía la posibilidad de disponer de su cadáver, ¿no era mejor entregarlo a su familia? Son preguntas en que las consideraciones morales y legales se mezclan con las políticas y estratégicas, y la existencia misma del debate es positiva, porque por sí sola habla de que la vara es cada vez más alta, es decir, que ni un atentando tan deleznable como el de hace diez años justifica cualquier tipo de acción como respuesta.


Con todo, lo cierto es que Bin Laden ya estaba muerto, porque hace rato que ésta no era la guerra de una civilización en contra de otra, sino la guerra entre dos sistemas valóricos al interior de cada civilización, con cada vez más victorias para aquellos que creen en la capacidad de las personas y de los pueblos para discernir lo que es bueno para ellos, en lugar de depender de falsos mesías para que se los digan.