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jueves, 5 de mayo de 2011

Cuando muere un terrorista, por Gonzalo Rojas Sánchez.


Cuando muere un terrorista,

por Gonzalo Rojas Sánchez.

Sea quien sea el fallecido, nadie debe alegrarse, a nadie le conviene celebrar. Si el subversivo ha muerto en combate o en acción directa, no se ha marchado en paz: se ha ido en el medio de su odiosa vida. Al terrorista no le convenía vivir así ni morir así, y aunque él escogió libremente esa existencia, si hubiese humanos que se alegrasen por su triste final, ellos habrían entrado también por la senda del odio.



Es cierto que el mundo parece desde el momento de esa muerte un lugar más seguro y menos contaminado; pero eso no es verdad. El terrorista acribillado seguirá influyendo. La cadena que se ha conformado desde los jacobinos hasta Osama y cuyos eslabones han sido tan variados (anarquistas, leninistas, guevaristas, nacionalistas, maoístas, fundamentalistas, etcétera) no va a cortarse fácilmente.



La internacional terrorista sube y baja en los rankings de eficacia, pero sería ingenuo pensar que sus diversas ramas van a desaparecer así como así, por un revés aquí, por un muerto allá. Esa transnacional maneja perfectamente lo visible y lo oculto. Su visibilidad es siempre inocua; no agrede, sino que conmueve intentando convencernos de que el terrorista era una persona idealista y coherente, que fue reprimida y finalmente asesinada.



Si era figura mundial, cientos de miles de manifestantes recordarán al subversivo en el mundo entero. Y si era poco conocido, al menos unos cientos lo acompañarán hasta su tumba, encapuchados quizás. Calles y plazas, fundaciones y revistas, congresos y aniversarios recordarán su obra liberadora. Sobrarán los alcaldes, los líderes sociales y los comunicadores que quieran perpetuar la memoria de tan excelsa figura. Compañeros de ruta del terrorismo son...



El lenguaje, convenientemente deformado, se pondrá al servicio de su memoria: fue el amigo de los débiles, enfrentó a los poderosos, amó la justicia, siempre buscó la paz final -se dirá.



Se venderán sus poleras, no faltará la oferta de tazones para el café, el cine acogerá en documentales y ficción su vida heroica. ¡Qué bueno fue! Millones de jóvenes en el mundo entero recibirán su influjo poderoso, y de entre ellos, unos pocos miles decidirán incorporarse como eslabones a la cadena terrorista. Con apellidos irlandeses o árabes, vascos o iberoamericanos, tribales o urbanos, iniciarán la otra etapa, la de un ocultamiento que termina siendo siempre letal. Conocemos bien el proceso en nuestro propio Chile, porque lo vivimos desde mediados de los años 60 en adelante.



Reclutados por unos adultos apenas mayores que ellos, esos jóvenes dejarán de asistir a clases formales para matricularse en las escuelas del terror; en sus células leerán sobre Bakunin o Lenin, sobre Trotsky o Mao, sobre Guevara u Osama. Sus familias -si las tienen- sospecharán que en algún carrete pesado están metidos los jovenzuelos, pero, faltos de voluntad o de medios, no lograrán alejarlos de esos ambientes.



Y un día -fatal para otros, para sus víctimas- darán su primer golpe, cometerán su primer crimen, engrosarán los listados de los buscados por los poderes a los que ellos mismos quieren derribar. Propiedad destrozada, heridos, muertos. Ellos, por eso mismo, estarán así construyéndose desde el dolor ajeno.



El proceso nunca se detiene. Para validarse, irán arriesgándose más y más en la exposición de sus golpes, en la audacia de sus atentados. Y, entonces, otro día -esta vez, fatal para ellos- la inteligencia estatal los encontrará después de largo rastreo; los acorralará, morirán.



Es la historia visible y oculta del terrorismo: un cuento de nunca acabar. Veremos cómo empieza de nuevo esta vez.