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viernes, 30 de abril de 2010

Un nuevo espíritu, por Hernán Larraín.

Pocos años atrás, un dirigente gremial me describía el panorama de su país. “El escenario mundial obliga a adoptar medidas radicales. En China, por ejemplo, por igual trabajo los trabajadores perciben al mes 100 dólares y los nuestros, 2.500. Nuestra industria no compite con esos costos y por eso debemos reducir los impuestos a las utilidades, subir la edad para jubilar y flexibilizar la relación laboral”. Quien hacía estas afirmaciones… era el máximo líder de los trabajadores finlandeses.

El caso transmite una señal de país responsable y maduro. Pero eso requiere otra mirada del mundo del trabajo y la empresa. Por eso, si en Chile trabajadores y empleadores siguen mirándose como “adversarios” y no como “socios”, quedaremos marginados de la historia. Si al discutir incrementos salariales sólo se considera el interés de los trabajadores o las utilidades de la empresa, estaremos fuera de competencia. Si al decidir los reajustes no se considera su impacto económico, el país perderá.

El cambio que trae consigo el nuevo gobierno está ligado a una concepción donde importa asegurar tanto el respeto al trabajo digno, pagado justa y oportunamente, como la retribución adecuada del emprendedor que arriesga su capital y contribuye —con el trabajador— a crear riqueza, en un contexto de país. Temas como los de flexibilidad laboral deben ser resueltos considerando también el millón de cesantes, mayoritariamente mujeres y jóvenes. Y los empleadores han de mirar al trabajador como quien hace posible la productividad, asegurando ingresos mínimos éticos según sus posibilidades, con incentivos para aumentar la productividad (no sólo a los ejecutivos) y, en la bonanza, compartiendo.

El derecho a negociar colectivamente, sindicalizarse y llevar adelante presiones para lograr el máximo de sus pretensiones debe acotarse según la realidad de la empresa en cuestión. Y debe extenderse a los trabajadores públicos, a quienes se les ha negado la posibilidad de tener estos derechos, dejándolos en una precariedad jurídica inexplicable.

El sector público no puede seguir pagando salarios de miedo, como ocurre en muchos ámbitos, debe consagrar el mérito como el principal camino de ingreso y promoción, terminar con la incertidumbre de miles de trabajadores a honorarios o a contrata, y garantizar jubilaciones decentes. (Quizás el Gobierno debería empezar con este estamento, para así borrar la imagen de “mal patrón” que dejó la Concertación)

Finalmente, los trabajadores no deben olvidar que su mejor defensa es su capacitación, esa que los hace imprescindibles, más allá de lo que digan leyes o convenios colectivos.

Un nuevo trato laboral requiere de otro espíritu, uno en el cual ciertas cúpulas sindicales olviden el concepto de “lucha de clases”, y en el que nuestros empresarios conviertan a sus trabajadores en sus mejores aliados.



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