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viernes, 23 de abril de 2010

Chile no existe, por Roberto Ampuero.


Chile no existe,

por Roberto Ampuero.

Llevo algún tiempo estudiando la prensa alemana, recorriendo Alemania y disfrutando el interés con que siguen allí la literatura latinoamericana, pero compruebo con desazón que, en el fondo, Chile no existe. Al menos no en el sentido en que nosotros lo imaginamos. No existe como el país moderno, integrado al mundo y echado para adelante, no como esa entidad de la cual nos gusta hablar en livings, pubs o restaurantes. Sospecho que un nocivo provincianismo nos está impidiendo vernos como nos ven los demás, o ver la realidad tal como es.

Al parecer, en nuestra proyección internacional tres factores nos están pasando la cuenta:

Por un lado, la carencia de un cuento, megarrelato o epopeya que cautive. En el pasado logramos instalar megarrelatos en la imaginación mundial. Éramos un país que intentaba construir su “revolución en libertad”, después su vía particular al socialismo, más tarde su democracia perdida, por último una transición política con éxito económico. Pero hace años perdimos el libreto. Y ojalá ahora nuestro minirrelato en el exterior no se reduzca a la reconstrucción de lo que el terremoto y el maremoto se llevaron, y explore también la proyección cultural de la nación más allá de sus fronteras.

También nos pasa la cuenta una impericia para proyectar afuera a un país generador de una cultura que vale la pena conocer y visitar. Nicanor Parra afirma que Chile es sólo un paisaje, algo inquietante después de 200 años de independencia. Para el mundo, Chile no puede ser un terremoto, un maremoto o una crisis social de proporciones.

Y perjudica nuestra proyección exterior el creer que bastan buenos resultados económicos para crear una imagen positiva, como una suerte de chorreo de las cifras favorables. Esto funciona para atraer inversionistas, pero no viajeros ni para construir una imagen-país con densidad. Además, es difícil competir de este modo frente a los megarrelatos de gigantes económicos y culturales como China, Rusia, India o Brasil.

¿Por qué no ir pensando en un instituto —al modo del Goethe en Alemania o el Cervantes en España— para realmente promover la cultura chilena en el exterior? ¿Por qué no apostar a mediano plazo por un Instituto Gabriela Mistral o Pablo Neruda? No se trata de crear un elefante blanco ni más burocracia, pero sí de proyectar la voluntad de trazar institucionalmente la promoción de la cultura nacional en el exterior, algo que debe partir de una estrategia de largo aliento, que elaboren representantes de grupos culturales relevantes. Sobran ejemplos de naciones que se han tomado en serio esta crucial dimensión de un país. Hay que combinar la dimensión cultural con el nuevo énfasis en lo comercial, lo técnico y lo profesional que se desea brindar a nuestra política exterior. Hay que tomarse en serio la proyección del alma de Chile afuera.

¿Existe ya una campaña mundial nuestra tendiente a recobrar turistas, que informe que el país no está completamente destruido, sino que gran parte de su territorio funciona normalmente y espera (y necesita) ya a los turistas? No la veo ni desde Europa ni de EE.UU. En esta coyuntura pueden fusionarse dos elementos fatales para nuestra imagen: la carencia del megarrelato nacional y el quedar atados a la imagen de un país que necesita ayuda y compasión internacional, pues fue devastado por la naturaleza. No sacamos nada con ubicarnos a la cabeza en el ranking de las desgracias planetarias. Hay que destacar nuestra capacidad de recuperación, el temple de nuestra gente, su creatividad. Por eso, urge reforzar la presencia de la cultura en nuestra imagen exterior. Chile es mucho más que un paisaje geográfico o estadístico: es su gente, sus tradiciones y su cultura. Necesitamos volver a colocar a Chile en el imaginario mundial. Sólo la cultura puede brindar ese hálito y ese gran megarrelato del que hoy carecemos.