Promocione esta página...

viernes, 9 de abril de 2010

Durmiendo con el enemigo, por Roberto Ampuero.



Durmiendo con el enemigo,

por Roberto Ampuero.

Las alarmas anuncian estos días en Iowa la inminencia de un tornado. Del cielo desaparecen los pájaros, abajo callan los animales y de pronto, a juzgar por la calma y el silencio, pareciera que ya la vida no palpitara. Sin pánico, la gente busca refugio en los subterráneos. Es la época de los tornados en la pradera estadounidense. Basta una cierta temperatura y cambios de presión para que se forme el tornado que comienza a arrasar con cuanto encuentra a su paso. A diferencia del terremoto, el tornado y los huracanes presentan una gran ventaja: la ciencia puede anunciarlos, lo que salva muchas vidas.

En el caso del tornado es posible pronosticar minutos u horas antes su ruta más probable. Desde el subterráneo, donde uno aguarda leyendo un libro o viendo televisión, se escucha de pronto el tornado. Es como un tren que pasara cerca de ti a toda velocidad, con un traqueteo ensordecedor y un rumor profundo, desparramándolo todo. Cuando dejas el refugio, puede ser que tu casa haya desaparecido o bien que el tornado haya arrancado de cuajo la vivienda de tu vecino, dejando la tuya intacta. Para el tornado, las casas son carpas. La ventolera se lleva hasta las fotos de la familia.

Diferente es un huracán. No sólo por su tamaño y poderío. El huracán no deja un sendero de destrucción como el tornado, sino que arrasa con superficies enormes, pueblos enteros. Sin embargo, el huracán, a diferencia del tornado, es más indulgente con sus víctimas: anuncia a los meteorólogos días antes su llegada, de modo que uno alcanza a aprovisionarse de alimentos, agua, radio y linternas, a asegurar la vivienda y parapetarse en ella, o bien a huir en caravanas hacia donde no te alcance su soplo. No hay sorpresas. Uno conoce hasta la potencia que traerán los vientos.

Implacable y traicionero es, en cambio, el terremoto. Es el peor enemigo posible. Ataca en el instante menos pensado. Convierte en ruinas el esfuerzo de una vida, aplasta a familias enteras mientras duermen, convoca al tsunami, vuelve sin que nadie lo sepa, cuestiona la benevolencia divina e impone el azar. La ciencia no logra pronosticarlo y el monoteísmo no logra explicarlo. Los terremotos marcan nuestro carácter. Nuestro temple, nuestra capacidad de recuperación y nuestro espíritu indoblegable, la conciencia de lo fugaz que es la vida, la convicción de que todo cuanto se ama puede perderse en segundos, la solidaridad; en fin, todo eso lo enseñan los terremotos como maestros brutales. Además, moldean formas de criticar y debatir, la tendencia a patear el tablero o a transitar de la euforia al pesimismo, el gusto por echar la casa por la ventana o por negar la sal y el agua al adversario.

Cuando en el Medio Oeste estadounidense me preguntan qué es un terremoto, les digo que es la peor tragedia que existe, la más implacable e inimaginable, la más cruel y definitiva. Y afirmo también que nadie ama más su tierra que los chilenos: por generaciones han seguido allí, pese a que nadie puede pronosticar los súbitos latigazos telúricos que pueden sepultar todo bajo escombros. Todo Menos la voluntad de recuperarse, de reconstruir y de volver a soñar.