Fiebre futbolera,
por Jorge Edwards.
Admiro el propósito de Carla Guelfenbein de no mirar ninguno de los partidos del Mundial, de no dejarse contagiar por la fiebre del fútbol, pero confieso que no soy capaz de seguirla. Me eduqué en una institución donde el fútbol era la pasión absorbente y colectiva, donde Sergio Livingstone, el Sapo, acababa de salir del sexto año de humanidades, donde Andrés Prieto, el Chuleta, Raimundo Infante, Claudio Molina, estaban todavía en los bancos escolares y jugaban por la selección del colegio. De repente descubrí la literatura, pero seguí mirando los partidos de reojo. Ahora pienso que no ser escritor en estado químicamente puro tenía ciertas ventajas para la escritura en sí misma. Uno escapaba con más facilidad de las academias, de los escritorios, de las teorías, de las burbujas. Se creaba cierta desconfianza estructural que podía volverse perniciosa, pero a cambio de eso había un acercamiento a lo festivo, a lo natural, a las formas abiertas.
Ahora, por ejemplo, me he levantado temprano y he visto en una pantalla prestada, de tamaño gigante, el partido de Chile con Honduras. Me han gustado la velocidad y la mentalidad de ataque de nuestros actuales seleccionados, pero me han parecido demasiado imprecisos, algo ansiosos y nerviosos, en el momento de entrar al área chica. He pensado que la consiguiente escasez de goles podría penarnos al competir por un lugar en la segunda fase. Pero no soy, claro está, crítico de fútbol, y prefiero quedarme callado en estas delicadas y transitadas materias. La capacidad especulativa, filosófica, por decirlo de algún modo, de los comentaristas profesionales, suele dejarme con la boca abierta. Ni los escritores somos buenos críticos deportivos ni los parlamentarios son necesariamente buenos jueces literarios. A propósito, un amigo, escritor notable, me ha dicho esta mañana que está gestionando un acuerdo de la Corte Suprema en apoyo de su candidatura al Premio Nacional. No supe si era una broma suya y me quedé algo perplejo. Después nos pusimos a ver el partido de Francia con México y llegamos a la conclusión de que los mexicanos habían jugado bastante bien. Se trataba, en este caso, de crítica de fútbol a cuatro manos, ni más ni menos.
Tienes que ver jugar a los franceses, me dijeron, ahora que vas a instalarte en la residencia de la Motte-Picquet. La mansión de la avenida de la Motte-Picquet, imponente y vetusta, ha sido un puesto interesante de observación de la Francia contemporánea. Si alguien ha sido capaz de escribir un libro a partir de un viaje alrededor de su dormitorio, el viaje por los tres pisos y los subterráneos de ese caserón podría servir de inspiración para varios volúmenes. El célebre poeta Louis Aragon, amigo de Pablo Neruda, me contó que en los comienzos de la ocupación alemana de París estuvo refugiado en una buhardilla del tercer piso. Después consiguió escapar hacia el sur de Francia en un automóvil que manejaba un pintoresco personaje chileno que se llamaba Arellano Marín. Contaba que Arellano Marín, cada vez que paraban a descansar, se aferraba con expresiva ternura a un retrato al óleo de su madre. Después se supo que al interior del marco barroco había un depósito secreto de monedas de oro. Fantasías líricas, me imagino, del autor de Los ojos de Elsa.
Si contara algunos de los episodios de esa casa de Chile que conocí en diversas etapas de mi vida, tendría tema para pergeñar decenas y hasta centenares de páginas. Pero el arte es largo, como decían los clásicos, y la vida es corta. Una vez me encontré en uno de los pasillos, en la penumbra de un invierno, con una de las hermanas de Federico García Lorca que había ido a visitar a Carlos Morla Lynch. Otra vez pude conversar largamente con don Jorge Guillén, el poeta de Cántico, y descubrí que era un lector ferviente de Stendhal, el novelista, memorialista, autor de una de las correspondencias más notables de todo el siglo XIX, y diplomático más bien arrinconado y frustrado. Conocía mal la poesía de Guillén, el español, el bueno, como precisaba Neruda, pero el gusto stendhaliano común nos permitió pasar un rato muy divertido. En otra ocasión me encontré con don Jaime de Borbón, tío del rey don Juan Carlos, y con la mitad de su familia. Eran los grandes extremos de la vida española de los años sesenta, pero los salones de la Motte-Picquet demostraban que los extremos podían tocarse. Neruda, ilustre comprador de cachivaches, llegó un día con un sillón blanco, en forma de corola, que había adquirido en Printemps, equivalente de los Corte inglés españoles o de nuestros Falabella y Almacenes Paris. Una tarde cualquiera me llamó para que bajara al sector residencial y encontré que se hallaba en amena conversación con Dolores Ibarruri, la Pasionaria, heroína del lado rojo en la guerra civil y que vivía en el exilio de Moscú. Sentada en la extravagante corola de material plástico, Dolores Ibarruri nos contó historias que le llegaban desde el interior de España y que la dejaban llena de optimismo. La Iglesia, decía, había empezado a cambiar, y hasta en el ejército se habían producido fenómenos de disidencia democrática. Eran los años finales de la dictadura franquista, y las noticias que nos transmitía la Pasionaria eran sin duda sorprendentes. Tuve que salir a uno de los interminables cócteles de embajada en los que me tocaba reemplazar a nuestro embajador poeta y regresé cerca de las nueve de la noche. El embajador, de pie, entre complicado y risueño, acababa de despedirse de su visita. En el calor de la conversación, el sillón corola se había dado vuelta de campana y ella, pataleando y dando gritos, se había quedado debajo. Al embajador poeta, en su torpeza flebítica, le había costado mucho liberarla de su encierro. Después supimos que el famoso sillón de Printemps llevaba una argolla que había que colocar en la base y que se había quedado olvidada entre los envoltorios.
No fue una broma de la Historia, pero conozco a gente que habría podido interpretarla de esa manera.