El siglo del Dragón: ¿qué nos dice?,
por Joaquín Fermandois.
El siglo XXI será el siglo de China. Así como la pasada centuria fue el "siglo (norte)americano" -siguiendo un famoso título de Henry Luce en 1941-, ahora el impacto de una China exitosa en el metro más apetecido, el económico, y segura de sí misma en lo político, se iría a imponer con pretensiones hegemónicas en un desafío de tú a tú frente a Washington. Al tenor de lo que se dice, pareciera que este avance es imparable, y la crisis actual le da un aire de credibilidad a la profecía.
Hay que poner las cosas en su lugar. Que el futuro pertenece a China se viene diciendo desde el siglo XVIII. No cabe duda de que a partir de las reformas de 1978 se desplegó un prodigio de desarrollo económico (eso sí, con paralelos y anticipaciones en el mundo confuciano de Asia oriental, empezando por Japón en el XIX) que tiene asombrado al mundo, en una combinación de sistema político autoritario y economía de mercado que significó una voltereta del Partido Comunista. En los hechos, éste pasó a preconizar la bandera de los nacionalistas derrotados en 1949, ya que en la época de Mao poco y nada había pasado en lo económico (salvo expropiar y ejecutar). Parte de este "milagro" se debe a que sus planificadores, además de abrir gradualmente sus puertas a la inversión externa, pusieron su confianza en desatar la creatividad empresarial de los chinos. Lo han logrado. Por lo demás (al igual que sus congéneres de la región), nada se hubiese alcanzado sin la integración a la economía mundial.
¿Se halla esta nueva China provista de una tendencia hegemónica? En la práctica, es EE.UU. quien tiene rodeada a China de bases militares; no es China la que mantiene un portaaviones en las cercanías de Pearl Harbor o San Diego. Como la realidad es enrevesada, hay que añadir que no es pura prepotencia estadounidense, sino que también son los países asiáticos -entre ellos antiguos enemigos y críticos de Washington: Japón, India, Vietnam- los que imploran la presencia militar de Estados Unidos. Y por más que este último país se encamine a un crepúsculo, los historiadores llamamos a estos cambios "procesos", es decir, son transformaciones de muy largo plazo, aunque la clase política estadounidense pareciera empeñada en acelerarlo.
Mucho depende de una convergencia o de un distanciamiento de China de los valores políticos de la democracia y del Estado de Derecho. Se sabe que la tendencia es que las democracias no van a la guerra entre sí (no es regla infalible), de manera que la percepción de amenaza entre Washington y Beijing disminuiría si existiera una evolución china en ese sentido. No se divisa, y al sistema le ha ido bien con la fórmula autoritaria, poscomunista, conservando el nombre de Partido Comunista por asunto de nomenclatura. Desvaída toda clase de rivalidad ideológica, resta la desconfianza, que es sutil y penetrante, difícil de extirpar, y que ni la interrelación económica puede aminorar, ya que la política no es la economía.
Pensando en Chile y América Latina, ¿en qué nos interpela el gigante asiático? En su desarrollo económico desde luego. Primero, porque China en tres décadas ha sido sistemática al vincular el desarrollo social con el crecimiento económico, de modo de no estirar el pescuezo a la gallina de los huevos de oro. Segundo, por una combinación de autodisciplina, creatividad dispersa en la población y, sobre todo, capacidad para producir bienes que tengan un estándar universal de calidad y sean competitivos en precios, lo que no se logra sin una predisposición a educarse de manera incesante y a exigirse calidad. Son dos elementos que en general han sido cuellos de botella en nuestros países.
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