El colapso de las élites,
por Pablo Rodríguez Grez
Decano de la Facultad de Derecho
Universidad del Desarrollo.
Para muchos observadores y comentaristas lo que ocurre en este momento en Chile y el mundo resulta inexplicable. Ciertamente, no se trata sólo del descontento que desata una crisis económica, o de las tensiones propias de una nueva “guerra fría”, o de la renovada incursión de un movimiento totalitario como el que se desintegró junto a la Unión Soviética y el muro de Berlín. ¿Qué sucede entonces? ¿A qué se debe tanto “indignado”, incapaz de abrazar un proyecto o un ideario concreto y conocido?
Se habla del fracaso del modelo neoliberal. Pero ocurre que la inestabilidad económica que azota al mundo desarrollado es consecuencia del “estado benefactor”, que derrochó recursos que no era capaz de producir, endeudándose más allá de todo límite y prudencia. Estados Unidos no lo ha hecho mejor, si se observa el enorme déficit fiscal que sobrepasa todos los márgenes tolerables, en parte para financiar su discutido rol de “policía mundial”.
Al menos en Chile existen tres razones específicas que explican el desconcertante episodio que estamos viviendo, pero que, lamentablemente, no permiten proyectar sus efectos en el futuro inmediato.
En primer lugar, es efectivo que el crecimiento del ingreso per cápita, por sobre US$ 15.000 anuales, ha abierto las puertas, en lo doméstico, a un mercado sobresaturado de productos y, en lo educacional, a la creación de numerosas universidades, provocando, de paso, un nefasto anhelo consumista. Este fenómeno ha elevado los niveles de endeudamiento personal, lo cual, a su vez, ha restringido beneficios y expectativas (piénsese sólo en la cantidad de vehículos, televisores, teléfonos celulares, artículos de la llamada línea blanca, vendidos en los últimos años), desatando una insatisfacción creciente. A esta realidad responden consignas ya vastamente extendidas como aquella de que “no puede arrastrarse una mochila tan pesada”, “no al lucro”, “educación gratis para todos”, etcétera.
En segundo lugar, ha surgido una “clase media” mayoritaria, con formación universitaria de primera generación, que reclama con justicia mayores oportunidades y que observa un crecimiento de la riqueza injustamente distribuida. El título profesional que, en cierta medida, reemplazó en un pasado no lejano al título nobiliario, hoy lo posee o aspira a él un porcentaje muy elevado de quienes concluyen sus estudios de enseñanza media (35%). Un cambio tan importante en la composición de la sociedad acarrea trastornos y ajustes difíciles de prever y superar a corto plazo.
En tercer lugar, a lo anterior debe unirse el efecto de una revolución tecnológica, que nadie previó ni consideró posible, la cual facilita la movilización social, amplía el ámbito de la información, provoca la globalización de la economía y el derecho, estimula las relaciones internacionales y transforma los problemas hasta ayer nacionales en problemas mundiales.
Como consecuencia de estos tres factores, ha sobrevenido el colapso de las élites, las cuales no han sido sustituidas, proyectándose una sensación de crisis por falta de conducción y liderazgo. No se trata de corrientes políticas, sino de ideales, preferencias, sueños, utopías, modelos que emular. Si se revisa la historia de este país se descubrirá que la primera élite que influyó en forma determinante en nuestro destino fue un puñado de españoles (los conquistadores y sus descendientes). La aristocracia castellano-vasca sustituyó a aquella élite, dominando de modo incontrarrestable hasta 1920. Ese año empieza a surgir una élite profesional, proveniente de una clase media intelectualizada, formada de preferencia en la Universidad de Chile, y que mantiene su influencia hasta el quiebre institucional de 1973. A partir de ese momento, el país se reordena, echa las bases del desarrollo, adopta un modelo diferente y rompe la barrera del inmovilismo económico a que nos condujo la política “cepaliana” de sustitución de importaciones. Pero no se forma una nueva élite (el gran vacío del gobierno militar) y los valores espirituales se desperdigan, predomina el razonamiento materialista, hedonista y permisivo (fruto de la nueva realidad), y los grandes ideales que un día nos hicieron soñar quedan relegados a un segundo plano o simplemente desaparecen. De aquí nace la protesta desvertebrada y la violencia irracional.
Lo que nos afecta no se superará sólo disminuyendo la pobreza, la mala distribución del ingreso, la pesada carga que grava a quienes han ingresado a la universidad superando un largo ostracismo generacional. Todo ello es importante, pero no suficiente. El proyecto educacional que se avecina debe volver la mirada al espíritu, a la cultura, privilegiar la inteligencia, el estudio, la constancia, el arte y la lealtad con los valores que nos han identificado como nación a través de la historia. En suma, recomponer una élite que se ha replegado, sin la cual será imposible acomodarnos a la modernidad.
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