Rojos verde oliva,
por Gonzalo Rojas Sánchez.
Qué pasaría si se descubriese que un joven militante de RN está vinculado a una organización neo-fascista que ataca edificios públicos en España? ¿O si se sorprendiese a un miembro de la UDI en contactos formales con un grupo paramilitar dedicado a sabotear la zafra en Cuba?
Ante todo, cualquiera de esos dos partidos expulsaría de inmediato al joven implicado, una vez comprobada sumariamente su responsabilidad por los respectivos tribunales supremos. Después, la opinión pública repudiaría unánimemente -por supuesto, con Larraín y Coloma a la cabeza- acciones de naturaleza delictual, que no sólo habrían dañado a las colectividades implicadas, sino al país entero, a su democracia, a sus relaciones internacionales.
Pero cuando un militante comunista hace exactamente lo mismo, a vista y paciencia de todo Chile, la reacción es muy distinta. Y más grave todavía, no uno solo, porque pasa dos veces en pocas semanas.
Primero es Apablaza el protegido por Teillier; después es Olate el amparado por Gutiérrez; mañana serán Lorca o Ribaneiro los justificados por Carmona. Y así sucesivamente: siempre hay un diputado comunista que sale a defender a su gente, porque "les están degollando a sus palomas", según la vieja canción de Quilapayún.
Y, por cierto, la opinión pública queda algo perpleja: se produce el empate entre la evidencia del crimen y la justificación comunista de los supuestos ideales del implicado. Solidaridad con los pueblos latinoamericanos ha invocado Gutiérrez para exculpar a Olate. El hombre había sido fotografiado hace ya tiempo en traje verde oliva (y con camuflaje de combate, además), pero el diputado nos quiere convencer de que ésa es la indumentaria de la solidaridad (de paso, vaya ofensa para tantos jóvenes chilenos que no necesitan camuflaje para hacer el bien).
¿Por qué se atreve a decirlo? Ante todo, porque el color verde oliva es una piel tan propia de todo comunista, que sus genuinos portadores no tienen disposición de rechazarla, ni siquiera cuando la evidencia muestra que ése es el tono verdadero que se oculta bajo el rojo, el color más visible en tiempos de paz.
¿Tiempos de paz? En realidad esa dimensión es mera ficción para el PC. Su actividad en democracia es siempre la prolongación de la guerra por otras armas, las de la política. El color de afuera, el rojo, es simplemente la bandera atractiva para enganchar jóvenes hacia un combate en el que, tarde o temprano, habrá que vestir ropa de camuflaje.
Así ha sido siempre en la historia de Chile. Fue activa su participación en la sublevación de la escuadra en 1931; pocos años después ya tenían un soviet en Trapa-Trapa (sí, en el Alto Biobío); a González Videla le amargaron su gobierno con la violenta agitación de las minas de carbón en 1946; mientras gritaban "¡No a la guerra civil!", en 1973 desarrollaban un aparato militar de varios miles de hombres, reconocido sin pudor por Corvalán; a mediados de los 80 empujaron a muchos de los suyos a la lucha armada a través del FPMR: internaron armas, asesinaron, secuestraron; y desde hace un tiempo -todavía estamos en pañales sobre este tema- son el puente entre la CAM y las FARC. Vaya constancia.
Quizás fue esa dramática consistencia militarista la que hizo que dirigentes destacados como Hales, Pollarolo y Leal dejaran el PC, y algunos fueron explícitos para reconocerlo al momento de renunciar. Si hasta ellos lo decían...
Hoy, el Partido Comunista de Chile tiene una oportunidad más de aceptar la verdad, de pedir perdón, de renunciar explícitamente al uso de todas las formas de lucha y al recurso a la violencia, de tirar al basurero de la historia los trajes verde oliva. Pero eso es perder su piel.