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jueves, 25 de noviembre de 2010

Historia: horas más, horas menos, por Gonzalo Rojas Sánchez.

Historia: horas más, horas menos,

por Gonzalo Rojas Sánchez.



Cuando se tiene el privilegio -y la responsabilidad- de enseñar cada año cuatro asignaturas distintas de historia a los alumnos de los primeros años universitarios, se comprende que las deformaciones con las que aquellos se presentan no se deben a horas más o a horas menos.



Los culpables son los programas, son los textos de estudio, son los profesores. Junto a una mínima estructura de conocimientos correctos, los jóvenes traen inoculado, desde la enseñanza media, un conjunto de errores perversos y de ignorancias fatales. Igual cosa en historia universal que en historia de Chile o de América; lo mismo en historia institucional que en historia de las mentalidades o de las ideas.



En los programas les dicen que la revolución francesa fue el camino de la fraternidad, y los tipos por supuesto lo repiten, ignorándolo todo sobre las masacres de decenas de miles de campesinos; les aseguran que la Guerra Fría fue entre dos superpotencias igualmente perversas, pero los jóvenes no saben quién edificó el Muro de Berlín ni a qué se llama Cortina de Hierro; les desfiguran el papel de los españoles en la conquista de América, calificándolos como depredadores de culturas, pero los alumnos no han estudiado el mestizaje ni los derechos de los indígenas.



En muchos textos se condena a todos los imperialismos, pero no figura ejemplo alguno sobre el imperio soviético expandido por Europa, Asia, África y América; se califica de golpe militar y de dictadura al gobierno del Presidente Pinochet, pero el MIR es considerado un grupo de jóvenes idealistas que buscaban el poder por vías no electorales, y el Presidente Allende es un socialdemócrata violentamente asesinado; los anarquistas son personas que en la Europa de los siglos XIX y XX practicaron la autogestión y la cooperación, pero todos los líderes asesinados por su mano descansan en paz: para qué molestarlos con una mención en el papel.



¡Ah, y los profesores! Porque al fin de cuentas, tal y como están las cosas hoy, dentro de la sala el factor clave es el individuo aquel, lleno de aparente vocación docente, pero que por su militancia en las izquierdas transforma la cátedra en pisito de adoctrinamiento. De acuerdo con sus cánones, jamás pronunciará las expresiones gulag, Pol-Pot, Hungría 1956 o Checoslovaquía 1968; en su léxico el Che Guevara será el gran líder por los cambios, y la Iglesia Católica irá siempre adjetivada como inquisitorial, oscurantista y elitista. Cuando tenga que referirse a los desarrollos económicos, los éxitos históricos de las economías libres se habrán logrado a costa de los más pobres, y los fracasos de los socialismos se explicarán por los bloqueos capitalistas o las inexperiencias de las utopías. Y mucho fascismo, y más fascismo, y más fascismo: casi todos fascistas, desde Thatcher y Reagan hasta Mussolini y Hitler.



Obviamente, muchos jóvenes les creen, porque no leen más que las guías que esos profesores preparan a partir de los libros en que se apoyan y en el contexto de los programas concertacionistas.



Por todo eso, la tarea pendiente está primero en los programas y en los textos: equilibrados, abiertos a diversas interpretaciones, con amplias bibliografías de respaldo, con incentivo a la investigación en las fuentes. Quizás entonces, cuando un alumno de segundo medio oiga hablar con veracidad sobre la historia, quiera asumir el desafío de lanzarse a estudiarla para enseñarla bien. Y, quizás, en 10 o 15 años más, pueda sumarse al pequeño grupo de profesores secundarios que la explican hoy con autenticidad heroica frente a una multitud de falsificadores.



Por ahora, la discusión está centrada en una cuestión menor: horas más u horas menos.