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sábado, 6 de noviembre de 2010

Noticias de América, por Jorge Edwards.


Noticias de América,

por Jorge Edwards.


Desde aquí, desde la vieja Europa, cambian las perspectivas. ¿Cuánto tiempo le toma escribir una crónica?, me pregunta un amigo de paso, y puedo asegurar que es una pregunta reiterada, frecuente. Dos horas, contesto, y cincuenta años. El autor de la pregunta parpadea, pasa por un segundo de perplejidad, después sonríe. Estaba sentado en un café de la Plaza del Odeón, hace ya alrededor de cincuenta años, ni más ni menos, en compañía de una señora chilena y de su hija, cuando entró una joven llena de diarios, que daba la impresión de estar vestida de papel de diario. Todo el mundo de las mesas de la entrada del café se arrebataba el periódico. Me pareció durante unos instantes que se trataba de una broma. Los titulares, en enormes letras rojas, decían que habían asesinado a John Kennedy. Pero comprendimos de inmediato, en nuestra mesa del fondo, que no se trataba de una broma, que era un acontecimiento trágico, efectivo, y que el mundo en el que vivíamos se había puesto a cambiar en forma vertiginosa.


Pues bien, hace dos años dictaba un curso de literatura latinoamericana en la Universidad de Chicago, en su sede del barrio de Hyde Park, y era testigo privilegiado de los finales de la campaña presidencial de Barack Obama. ¿Por qué privilegiado? Porque Obama había sido hasta hacía muy poco profesor de la Escuela de Leyes, la famosa Law School de aquella misma universidad, donde tenía casa a unas ocho cuadras de distancia del departamento que me habían dejado unos profesores de español, y porque la postulación suya, vista desde su ambiente, desde el edificio neogótico donde había enseñado, en compañía de profesores que lo habían conocido de cerca, uno de ellos casado con la profesora de sus hijas, era una experiencia diferente, rica en detalles, en anécdotas, en matices. Las hijas del matrimonio Obama, por ejemplo, les contaban, a las de uno de mis amigos, que ahora las acompañaba todo el día una señora que no sabían, en verdad, qué pito tocaba, y que si estaban en la escuela tenía la misión de acompañarlas hasta cuando iban al cuarto de baño. Pude escuchar los petardos de júbilo, lanzados en un parque situado a media distancia entre el barrio universitario y el centro de la ciudad, la noche de la elección, y miré, en compañía de un puñado de colegas, el letrero impresionante que se extendió en la pantalla de mi televisor y anunció que Barack Obama ya era el Presidente número 44 de los Estados Unidos (quizá me equivoco en un par de cifras, no más, y no faltará, en este caso, la persona meticulosa que me rectifique).


Pues bien, al leer con atención las noticias de la elección de mid-term, de la mitad del período, efectuadas el día martes dos de este mes, me acuerdo de aquellas emociones, de aquella noche inolvidable, de los petardos que estallaban en un cielo cercano, y pienso en las realidades, en las rectificaciones implacables, en las advertencias, que algunos piensan que provienen de la política, pero que son la obra, más bien, para decirlo con mayor rigor, de los procesos de la historia. Del Barack triunfador, único, de oratoria magistral, que hacía pensar en Abraham Lincoln, hemos pasado en un par de años a un Presidente castigado por sus antiguos electores, obligado a negociar, a utilizar una muñeca fina, como supo hacerlo en su momento Bill Clinton, y que todavía no sabemos si sabrá hacerlo con la misma habilidad y flexibilidad. Es otra América, otro futuro que se entreabre y que no está libre de amenazas. Muchos piensan aquí en Europa que se podría llegar en los Estados Unidos a una situación de parálisis, de gobierno bloqueado, y que eso sería peligroso para ellos y también para el resto del mundo. Los electores, impacientes, a pesar de que el balance de los dos primeros años de Obama no es malo, se cargaron para el lado republicano y crearon una encrucijada. Obama había controlado la crisis económica, al menos en sus aspectos peores, y había creado un sistema estatal de seguridad médica, pero no había conseguido mejorar las tasas de empleo. El castigo electoral fue desmesurado, impresionante, indiscutible.


Miro hacia el sur y veo a Dilma Rousseff más bien huérfana, ocupando el trono de su padre político, Inácio Lula da Silva, que estará, suponemos, junto a ella, pero a cierta distancia, no siempre al alcance de su oído, y a Cristina Fernández viuda. Son incógnitas mayores. Podemos suponer que Dilma, mujer de talento, de trabajo, de carácter, sabrá mantener el timón, y que Cristina sacará a relucir talentos que sólo se le conocían a medias. A veces hay que dejar sola a una persona, tirarla a la piscina sin que sepa nadar, para conocer su verdadera medida. Dilma puede agrandarse en el poder, y quizá también Cristina, a quien su marido le hacía demasiada sombra. Pero la tarea de Dilma se ve más fácil, al menos a ocho mil kilómetros de distancia: sólo necesita seguir la hoja de ruta. El tema de Cristina es más complejo, más intrincado, a veces incomprensible.



En cualquier caso, los ensayos escépticos sobre los Estados Unidos, de gran estilo europeo, me dejan pensativo. Europa no sabe que los Estados Unidos pueden tener reacciones no previstas, extraordinarias. Algunas declaraciones de la gente del Tea Party son de una ramplonería alarmante, pero el equilibrio siempre llega por algún lado. Acabo de descubrir que escribo en una mansión donde alojó el presidente Woodrow Wilson en los días de la discusión del Tratado de Versalles. El edificio de la actual embajada chilena, en los años en que todavía pertenecía a una vieja familia francesa, fue alquilado por sus propietarios, entre los años 1918 y 1920, al gobierno norteamericano, y sirvió para hospedar al presidente pacifista e iluso. Según muchos franceses, las ilusiones suyas fueron desastrosas: provocaron una mala liquidación de los imperios otomano y austro-húngaro y una humillación de Alemania, que culminó, algunos años más tarde, en el nazismo. Son consecuencias abrumadoras. Podrían significar que los paneles de madera esculpida y los muros ornamentados bajo los cuales escribo estas líneas tienen una definitiva mala sombra.