La colaboración y la confrontación,
por Jorge Edwards.
Durante los primeros años de la Concertación, en el tiempo de la democracia de los acuerdos, la atmósfera política era mucho mejor que la de ahora: más fresca, más novedosa, con mayor capacidad de creación. Uno de los problemas de la Concertación actual, quizá el mayor de todos, consiste en que se olvidó de sus orígenes. Me gusta recordar, por ejemplo, que se llamaba y se hablaba siempre de Concertación para la Democracia. Chile había perdido durante largo tiempo su forma democrática de gobierno, su tradicional y sólido estado de derecho, pero no los había olvidado por completo. En esos años recuperaba la memoria, y el recuerdo reciente de la arbitrariedad, de la falta de garantías ciudadanas, que podía golpear a cualquiera, ayudaba a recuperarla. Ahora nos dicen que las condiciones cambiaron, que no hay el menor peligro de boinazos, de golpes involutivos, de esas cosas propias de un pasado oscuro, y que la democracia de los acuerdos es, por consiguiente, una antigualla, un perfecto anacronismo.
Pues bien, no estoy de acuerdo. No veo, además, la coherencia lógica del razonamiento. Es como decir: desapareció el gendarme, el paco de la esquina, y podemos volver a las andadas. En primer lugar, aunque la expresión es buena, aunque está dotada de buenos poderes de comunicación, es, en el fondo, una redundancia. Toda democracia es una democracia de los acuerdos, que permite la competencia, la presentación de alternativas legítimas, pero que también exige ciertos niveles mínimos de consenso. En una sociedad todavía atrasada como la nuestra, desigual, llena de carencias graves en todos los terrenos, la necesidad de alcanzar convenios transversales en algunos puntos críticos es una tremenda realidad política. Sebastián Piñera lo planteó con claridad a lo largo de su campaña, lo replantea como Presidente electo, y no se equivoca. Las críticas que ha recibido eran perfectamente previsibles y no pasan de ser lugares comunes, demostraciones de intenciones más cargadas de ideología que de buena política. En cambio, ha recibido acogidas esperanzadas y hasta aplausos que sí son novedosos: del ex Presidente Aylwin, de Alejandro Foxley y, según leemos ahora en la prensa, de José Miguel Insulza, que dijo que le había gustado el tono del discurso de Piñera en la tarde del día de las elecciones. A buen entendedor, digo yo, pocas palabras.
El espíritu de consenso, de conciliación, en oposición al de confrontación, es un tema esencial de la vida política chilena de las últimas décadas y está muy lejos de haber pasado de moda. El problema es que en los orígenes de la izquierda actual, que arrancan del marxismo del siglo XIX, las ideas de lucha de clases y de dictadura del proletariado, esto es, de guerra en el interior de la sociedad, son esenciales. Ahora, a raíz de algunas declaraciones, tengo la impresión de que en Chile hemos capeado temporales con habilidad, pero de que hemos reflexionado poco. Ni el país es el mismo de hace veinte o más años, ni las ideas vigentes pueden ser las mismas. Escuché con gran atención el discurso del uruguayo José Mujica, ex miembro del movimiento Tupamaro, cuando ganó las elecciones suyas hace algunas semanas: aquí no hay vencedores ni vencidos, dijo textualmente, aquí tenemos que ponernos a trabajar todos para desarrollar el país. Era, con otro lenguaje y desde otro ángulo, la propuesta de una democracia de consensos amplios. Lo contrario de lo que dijo Salvador Allende cuando anunció que no sería presidente de todos los chilenos. No entender estos fenómenos, no analizarlos en forma seria, sin demagogia, tiene consecuencias reales. No es un asunto puramente gratuito.
La misma noche de mi llegada como representante diplomático a La Habana, en la primera semana de diciembre de 1970, el Comandante Fidel Castro, a propósito de los peligros de la situación chilena, me dijo que si teníamos problemas, no vaciláramos en pedirle ayuda, y agregó la siguiente frase de antología: porque seremos malos para producir, pero para pelear sí que somos buenos. ¡Qué frase, qué noción de las cosas, qué pesadas consecuencias para los ciudadanos de a pie! Habría sido mucho mejor para todos que Fidel hubiera podido pronunciar la frase exactamente inversa. Pero él, en ese momento, invocaba al pie de la letra la teoría de la confrontación social, que era uno de los dogmas de la izquierda de hace más de treinta años, y que mostraba sus efectos en el caso de Cuba en forma descarnada. Fidel, bueno para pelear, malo para producir, se enfrentó con el gigante norteamericano con singular energía, con ínfulas quijotescas, como David contra Goliat, ¿y qué resultó para su país? Era la glorificación de la lucha, de la guerra, frente a los consensos, que siempre son más grises, menos épicos, además de menos verbales, menos aptos para los grandes discursos.
En pocos días, el tema de la democracia de los consensos ha calado hondo en la Concertación y ha producido algunos terremotos internos. No sé si terminará por dividirla, pero si fuera así, las consecuencias serían bastante graves, además de imprevisibles. La gran pregunta es si seguir con el siglo XIX, con Carlos Marx, con la violencia como partera de la historia, con el historicismo utópico y autoritario, o decidirse a pasar al siglo XXI. Mi opinión personal, y podría defenderla si tuviera espacio, y tiempo, y ganas, es que la democracia de los acuerdos, que podríamos bautizar con muchos otros nombres, es vigente, contemporánea, incluso posmoderna, y que el concepto de lucha de clases, con todo su interés, con sus aspectos reveladores, está bastante cerca de cumplir doscientos años. Me viene a la memoria, entonces, otro recuerdo de mi paso por Cuba de hace ya casi cuatro décadas. El embajador de Yugoeslavia, que me visitaba a menudo y con quien tuve largas y amistosas conversaciones, había sido el editor de la revista política más importante de su país. Era un hombre de cultura filosófica y un observador agudo de los sucesos. Un día me dijo, a propósito del marxismo más bien primario que imperaba en Cuba: aquí no se han dado cuenta de que no hay ninguna filosofía que dure cien años. Mi amigo, que llegó a despedirme al aeropuerto a sabiendas de que yo había caído en desgracia, tenía razón, y a veces me pregunto qué habría dicho si estuviera en el Chile de ahora.
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