En la puerta del horno, por Jorge Edwards
He participado en foros con Mario Vargas Llosa desde hace largas décadas y en los más diversos lugares: Barcelona, Madrid, París, Lima, Arequipa, Santiago de Chile. Siempre defendió los derechos humanos en el Perú de Fujimori, en el Chile de Pinochet, en la Cuba de Fidel Castro. Al atacar la dictadura de Pinochet lo hizo con palabras fuertes, con profundo compromiso. Me parece que las pifias de que fue objeto en la inauguración del Museo de la Memoria son una vergüenza para nosotros, no para él, como pretendía una de sus denostadoras más furiosas. Son pifias que demuestran que el espíritu de confrontación todavía domina entre nosotros, que la reconciliación está todavía, desgraciadamente, muy lejos de los espíritus chilenos.
Confieso que me dejó inquieto un detalle personal, pequeño, pero que tiene algún sentido. Fui presidente del CRE, el comité de convenciones y recomendaciones, que se ocupa de los atropellos a los derechos humanos en las materias de competencia de la Unesco. Fue un trabajo duro, que tocó problemas extremadamente complejos relacionados con China, con la ex Yugoslavia, con Irán, con otros países. Mandé informes completos, bien estudiados, a las autoridades competentes chilenas, y, salvo que me falle mucho la memoria, no recibí nunca ni siquiera un acuse de recibo. No me extrañó, puesto que no me extraña el descuido habitual de nuestra burocracia, que conozco bien, y la falta tradicional de respeto del país por la gente de pensamiento y de cultura. Como ya dije, lo repito y lo podría demostrar, en materias de política cultural hemos tenido mucho guitarreo, bastantes becas, pero muy poca substancia auténtica. Antes de presidir el CRE de la Unesco, había presidido en Chile el Comité de Defensa de la Libertad de Expresión —derecho humano fundamental—, en los años más difíciles, en días en que era arriesgado hacerlo y en que sufrí diversas molestias y dificultades, y parece que todo eso no contó para nada. Ni siquiera fui invitado a asistir a esa inauguración, salvo que la invitación respectiva se haya traspapelado. Después de todo, traspapelarse en forma oportuna es uno de los destinos de los papeles de la burocracia, que Nicanor Parra, con su agudeza habitual, llamaba burrocracia.
He madurado mi opinión y mi opción personal en estos últimos dos o tres años. Lo he hecho con lentitud, sin la menor ansiedad, sin esperar ni pedir nada. Los chilenos de ahora, de la Concertación o del otro lado, tienden a creer que uno hace lo que hace porque esconde algo debajo del poncho. Pues bien, no escondo nada, no aspiro a nada y me siento muy bien donde estoy: observando las cosas desde mi rincón, leyendo, escribiendo, opinando con libertad y sin preocuparme de las consecuencias. Creo en la libertad de opinar y he sido consecuente con esta creencia, puesto que la he defendido toda mi vida. Pero mis coterráneos son suspicaces, mal pensados y siempre se creen más listos que los demás. ¡Qué le vamos a hacer!
Mi conclusión de fondo, algo pesimista, tengo que reconocerlo, pero no escéptica, como piensan algunos amigos, es la siguiente: Chile tuvo en el pasado una guerra civil no declarada, larvada, que se manifestaba en una polarización aguda de la sociedad, en una permanente violencia verbal de ambos extremos del espectro político, en una descalificación permanente, odiosa. Ahora, por razones largas de analizar, en un proceso que tiene ciclos, algo de ese clima de división interna, de confrontación, ha vuelto a contaminar la atmósfera del país. Antes se hablaba con frecuencia de reconciliación nacional y ahora parece que ese tema, esa necesidad moral, hubiera pasado de moda. Hasta da la impresión de que es un asunto de mal gusto. Ahora bien, estoy absolutamente convencido de que si esa reconciliación real, efectiva, ese desarme de los espíritus, no se produce, es bastante difícil que el país se desarrolle y se convierta en una democracia moderna. Por eso he llegado a la conclusión de que una consolidación de la Concertación en el poder, en la situación actual, lejos de ser revolucionaria, nueva, de auténtico progreso (y no de progresismo), sería bastante parecida al sistema ya obsoleto del PRI mexicano: partido único, o coalición única, lenguaje congelado, renovación de la presidencia cada cuatro años, con candidato tapado y todo el resto. Eso daría, como resultado, un poco de protección social, bastante estatismo, una economía pesada, poco ágil, y un ejército de funcionarios, clientes de la coalición única, aferrados a sus pegas.
Por mi parte, como ya se sabe, he resuelto votar ahora por la alternancia en el poder, a conciencia, midiendo con cuidado las consecuencias en pro y en contra. Si nos fijamos en el pasado en forma obsesiva, podemos vacilar, pero si miramos el futuro con lucidez, con apertura, la decisión es diferente. La alternancia, que para mí es un valor en sí misma, debería significar el fin de la transición y el paso de Chile a otra etapa. En último término, es el fin de esa guerra civil no declarada que tuvo efectos desastrosos y que a veces, en el lenguaje, en el discurso político, asoma de nuevo su cabeza. Por ejemplo, respeto las razones personales y familiares de Marco Enríquez-Ominami, pero su explicación pública de voto me decepcionó con respecto a su visión política. Anunció que votaba por una candidatura que él mismo había definido como mediocre, peor que mediocre, y atacó a la otra, que representa por lo menos a la mitad del país, con argumentos inactuales. Y no digo que el crimen sea inactual, pero condenar a sectores vastos de la sociedad sí que lo es. Me acordé de un conocido senador comunista francés, Jacques Duclos, que viajó a Chile en los tiempos de la Unidad Popular y que a su regreso, en la embajada chilena en París, habló con Pablo Neruda en presencia mía y de dos o tres personas más. El problema crucial del gobierno de Allende, dijo, consiste en evitar que la clase media del país se convierta en una base para una aventura fascista. ¿Podemos sacar las conclusiones correctas? El gobierno allendista produjo precisamente el efecto que, de acuerdo con el senador Duclos, había que evitar. Ciudadanos pacíficos, liberales, normales, se sintieron amenazados en su seguridad, en sus vidas básicamente modestas, y se transformaron en energúmenos. La tarea de ahora consiste en sanar esa herida de la historia reciente, no en resucitarla. No consiste en ganar la guerra, como parecen creen algunos despistados. Consiste, por el contrario, en consolidar la paz y mirar hacia el futuro. Si no lo hacemos así, el pan se nos va a quemar una vez más, como ha sucedido antes en nuestra historia, en la puerta del horno.
Columna tomada de Diario La Segunda por las consideraciones que merece el intelecto de Edwards y el agudo análisis que realiza de la realidad nacional, además del devenir de la corrupta concertación.