Treinta y tres chilenos y una japonesa,
A fines de los años sesenta del siglo pasado y a comienzos de los setenta se hablaba de Chile a cada rato en los medios franceses y europeos. Cuba había estado de moda, con dos personajes que sorprendían y provocaban delirios colectivos, Fidel Castro y el Che Guevara, pero daba la impresión de que la posta pasaba a Chile, con su revolución pacífica, con sus experimentos políticos de otro tono y de otras dimensiones, con sus líderes de larga trayectoria parlamentaria y de cuello y corbata. Todo eso es hoy día historia muy antigua. Leyenda, si ustedes quieren. La gente del mundo hispanoamericano siente que lo suyo ha pasado de moda, que América Latina de nuevo es un continente más bien lejano y olvidado, salvo en lo que se refiere a algunas inversiones, algunos proyectos. Pero antes salíamos a cada rato en las pantallas, había foros, reuniones, congresos de todos los colores del arco iris. Ahora, en cambio, se habla más de la India, de Pakistán, de China y Japón, de Africa del Sur, de otros puntos del planeta. Algunos miembros de la tribu de los anclados en París, tribu en la que figuraron en épocas pasadas emblemas y estandartes ilustres, gente como Vicente Huidobro, César Vallejo, Julio Cortázar, Roberto Matta, Wilfredo Lam, se quejan de nuestra virtual desaparición. Como no soy tan ansioso ni tan inquieto, más bien me sonrío, pero me digo que el silencio de nuestras regiones se hace notar.
Y de repente se produce un fenómeno completamente imprevisto, que adquiere en pocas horas, aquí y en otros lugares de Europa, un carácter mediático extraordinario. La cosa no viene por el lado de la poesía o la pintura, ni por el de la política revolucionaria. Es lo nuevo, lo interesante, lo revelador de todo el asunto. Se produce un derrumbe en una mira de cobre y de oro en Copiapó y treinta y tres obreros quedan atrapados a setecientos metros de profundidad. En el primer día, los medios de aquí no dicen nada, o publican alguna línea perdida. Pero después se sabe que los obreros se han organizado en su refugio subterráneo, con inteligencia, con una voluntad de vivir que rompe todos los esquemas, con un sentido de disciplina solidaria que impresiona. Después se conoce la reacción del Gobierno, todavía muy nuevo para los observadores del Viejo Mundo, y todos tienen que admitir que es rápida, que tiene una agilidad que sólo se puede calificar de juvenil. Los comentarios franceses del principio insisten en la crítica a las empresas, en las condiciones deficientes de seguridad que existían en esa mina, en un concepto no declarado, pero implícito: el de nuestro atraso como sociedad, el de nuestro subdesarrollo. Pero la prensa, a las 24 horas, se empieza a dar cuenta de otros aspectos del episodio: la disciplina férrea de los mineros, por ejemplo, su voluntad, su buen espíritu, o la actitud del ministro de Minas de ese lejano país, que llega de inmediato a terreno, permanece ahí, dirigiendo todas las operaciones de rescate, y que cuando logra comunicarse por teléfono con los atrapados demuestra una alegría, un entusiasmo auténtico, actitudes que contradicen las teorías políticas que circulan por estos lados. La primera reacción de Le Monde, en otras palabras, fue más bien trillada, demasiado vista y escuchada, pero la de los diarios de la mañana siguiente, ampliada por radios y canales de televisión, fue de respeto humano y a veces de indudable, auténtica emoción. El Figaro mostró en su portada a un Sebastián Piñera sonriente, que exhibía el cartel sencillo, escrito en caracteres rojos más o menos irregulares, con las dos manos: “Estamos bien en el refugio. Los 33”.
Ese modesto cartel ya es parte de nuestra historia. Y es algo que los franceses y los europeos han entendido a la perfección, en su sencillez y en su fuerza, incluso en su grandeza. Las catástrofes de esta parte desarrollada y altamente civilizada del planeta no siempre son manejadas con tanto sentido de urgencia, con tan eficiente organización, con tanta garra. Ni siquiera las de los Estados Unidos, a pesar de sus sistemas satelitales, de sus centros de emergencia, de sus comunicaciones superiores. En otras palabras, hubo un momento de respeto, de atención a nosotros. Hacía largos años que no ocupábamos tanto espacio en la prensa europea. Chile mostraba sus virtudes específicas, diferentes: las siete palabras del mensaje mandado por los 33 mineros, 32 chilenos y un boliviano, para más señas, eran más elocuentes que muchos torrentes de palabras pronunciadas por nuestros cacofónicos líderes carismáticos.
Ahora vendrá un período de silencio, un cambio de página, pero todo, a pesar de las apariencias, queda. Cuando los mineros salgan por fin de esa trampa subterránea, y ahora los chilenos estamos seguros de que van a poder salir, habrá un estallido de euforia en la prensa de por acá y se hablará de nuevo del tema durante 24 horas. Volverán las críticas, necesarias, por lo demás, y supongo que tomaremos medidas de seguridad más estrictas, pero la hazaña humana no se olvidará. Y será mejor que todas las imágenes de país estudiadas, promocionadas, transmitidas con la más moderna tecnología: mejor que todos los videos y folletos turísticos.
Asistí anoche a un concierto de una joven pianista japonesa en la bella iglesia de Saint-Julien le Pauvre, que pertenece a los comienzos del arte gótico y se encuentra al lado de la rue Saint-Jacques, es decir, en las primeras etapas del Camino de Santiago cuando se lo emprendía desde el lado francés. ¿Qué tendrá que ver esto, se preguntarán ustedes, con el caso de la mina de Copiapó? Pues bien, me parece que tiene mucho que ver. La joven y frágil japonesa interpretaba a Chopin y a Liszt con una fuerza, una intensidad, una libertad sobrehumanas. Era un Chopin diferente, a pesar de la absoluta precisión de su intérprete: de repente me hacía pensar en sonidos, en acordes de Igor Stravinsky. En un bis, tocó un scherzo de Chopin en ritmo de jazz y arrancó sonrisas, risas y aplausos desaforados. Tiene, pensaba yo, la misma fortaleza que los mineros atrapados en la mina. No la podrá derrotar absolutamente nadie.