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viernes, 13 de agosto de 2010

Ascensores de Valparaíso, por Roberto Ampuero.


Ascensores de Valparaíso,

por Roberto Ampuero.


Cruzo la ciudad de Nueva Orleans traqueteando en el tranvía de Saint Charles, que tiene 185 años de historia, cuando leo que cerró el segundo ascensor más antiguo de Valparaíso, el del Cerro Cordillera, inaugurado en 1887. De los cerca de 32 ascensores que tuvo el puerto, hoy queda media docena. De seguir así las cosas, pronto no habrá ninguno. El ascensor no es sólo un medio de transporte de los porteños -en baja por los colectivos-, sino también un elemento constitutivo de su identidad y de la belleza de la ciudad, y un imán turístico. Y una de las razones por las cuales la Unesco declaró a Valparaíso patrimonio de la humanidad.


Reina indiferencia porque esto no es el Transantiago, y porque tenemos una relación frustrada con nuestra historia, tradición y memoria nacional. ¿Será esa circunstancia la que determina nuestra difusa identidad como nación, o será esa identidad difuminada la que nos hace indiferentes ante la historia, la tradición o la memoria? ¿Qué retenemos de nuestra historia fuera del 21 de mayo y del 18 de septiembre? ¿Cuántos creen que en 1810 nos independizamos? ¿Cuántos piensan que el huaso es también la figura típica del sur o del norte? ¿Por qué se destinaron recursos multimillonarios a la mantención de museos recientes y al mismo tiempo se descuidó a los antiguos y a la Biblioteca Nacional?


Tratamos nuestro patrimonio histórico como si dispusiésemos de un legado abundante como México, Guatemala o Perú. ¿Cuántas ciudades nuestras tienen la originalidad y densidad histórica de Valparaíso? ¿Cuántas se proyectan afuera como imponente testimonio cultural? ¿Éste es el país que busca posicionar imagen afuera? Para el Transantiago, millones de dólares; para Valparaíso, imagen por antonomasia, migajas. Entre terremotos e incendios, tráfico de influencias, desaciertos de autoridades y la desidia del centralismo, nos quedamos sin historia, encallamos en un presente creador de seres que se rigen por lo inmediato y sin sentido de la historia ni la identidad. Nuestras ciudades crecen fugándose de sí mismas: los sectores acomodados huyen de los barrios tradicionales, y éstos se deterioran. Eso es borrar historia, identidad e imagen.


Pese a que Valparaíso siempre se reinventa, los porteños no debemos alimentar falsas ilusiones. El centralismo piensa sólo en la capital. Los votos de quienes viajan en el Transantiago convierten al resto de los chilenos en ciudadanos de tercera. El rescate del patrimonio porteño -ascensores, troles o zonas ricas arquitectónicamente- termina dependiendo de centralistas que carecen de vínculo afectivo con la ciudad, se acuerdan de ella antes de las elecciones y creen que existe sólo cuando el viernes arriban a sus cerros escapando del esmog.


El Gobierno debería marcar un cambio en el trato que ha otorgado el centralismo a Valparaíso. Le conviene. Si hoy se pierden los ascensores y mañana el apoyo de la Unesco, y siguen disminuyendo los cruceros, los empresarios turísticos locales recibirán un golpe duro, aumentarán el desempleo y el desencanto, y habrá efervescencia social. Siempre hay tareas más urgentes y rentables (aparentemente) que la cultura, pero no hay que confiarse, pues la cultura, cuando se la descuida, se venga -pienso, mientras el antiguo tranvía, repleto de turistas, sigue traqueteando ufano por Nueva Orleans.