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jueves, 1 de julio de 2010

¿Universidades públicas? ¡Todas!, por Gonzalo Rojas Sánchez.

¿Universidades públicas? ¡Todas!,

por Gonzalo Rojas Sánchez.

El rector Pérez —con la fuerza de su reciente reelección en la Universidad de Chile— ha vuelto a insistir en una idea tan antigua como falsa: que las universidades estatales merecen más aportes de los chilenos que las que no lo son.

Detrás de esa afirmación —que viene repitiéndose desde que nació la primera universidad competidora de la estatal, por allá por 1888— hay dos ideas que siguen pesando en el ambiente, por lo que resulta fundamental aclarar su falsedad.

Por una parte, que las únicas universidades públicas son las estatales. A ellas, sólo a ellas, les correspondería realizar la función docente “para el público”, como si hubiese sólo algunos chilenos que perteneciesen a ese mundo. Las otras, las mal llamadas privadas, se moverían en un ámbito ajeno, dentro de un coto cerrado (o referidas a una determinada cota, dirían algunos), como si a estas corporaciones accediesen sólo otros extraterrestres, llamados “los privados”.

Una mirada menos ideologizada, más ponderada, reconoce con facilidad que todas las universidades son, en el Chile de hoy, públicas.

Públicos son sus mecanismos de admisión (cada día más regulados, eso sí) y públicas son también las mallas de sus carreras y los requisitos de promoción y titulación (y bien diferentes entre sí); públicas son sus clases (mientras los alumnos quepan en la sala), y públicas también sus crecientes actividades de investigación, extensión y ventas de servicios (y en varias de las nuevas corporaciones se logran resultados superiores a los de otras más antiguas); público el ingreso a sus campus (aunque en algunas parezcan cementus y haya guardias como si fuesen guaridas); públicas son las contrataciones de profesores (los que, por cierto, comparten frecuentemente su docencia entre las estatales y las de propiedad particular); públicas son las donaciones que reciben (y los donantes proceden sin más distinción que la calidad); pública es obviamente (perdón) su publicidad (lo que les permite a sus potenciales miembros comparar y elegir).

Y, quizás más importante que todo lo anterior, pública es la actuación de los miles de profesionales egresados del sistema de educación superior en Chile (que incluye a institutos profesionales y centros de formación técnica, con similares características de publicidad). Esas personas, que recibieron una formación muy buena, buena o regular, esos individuos que siguen siendo unos privados —hayan estudiado en una corporación de propiedad estatal o particular— están mostrando públicamente, con sus comportamientos, las bondades y defectos de cada una de las corporaciones. Y lo hacen en el mercado, uno de los ámbitos más típicos de lo público. Ahí ellos —y sus instituciones de origen— son conocidos y evaluados, alabados o rechazados.

O sea, ya está bueno: cortemos la tonterita esa de que sólo son universidades públicas las de propiedad estatal.

Pero, mientras se mantenga esa falacia, otra idea-fuerza goza también de aparente salud: a las universidades del Estado habría que entregarles, por definición, más dinero.

¿Plata de quién? De los chilenos, obviamente, de los contribuyentes que las enteran en arcas fiscales para que el Estado las utilice en la gestión del bien común.

Del bien común, es decir, para todos y cada uno; no sólo para aquellos que han decidido libremente (nadie los obligó) trabajar o estudiar en universidades de propiedad estatal. Esos chilenos, por igualdad ante la ley, no están facultados para exigir privilegios; a lo más, concurriendo con sus pares que trabajan y estudian en otras corporaciones, podrán ganar legítimamente los concursos, los dineros y el prestigio… o perderlos.

De eso se trata lo público.