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jueves, 29 de julio de 2010

Love tragedy, por Gonzalo Rojas Sánchez.

Love tragedy,

por Gonzalo Rojas Sánchez.

Aplastados en plena celebración: así ha muerto una veintena de jóvenes europeos, mientras decenas de miles continuaban el concierto sin saber de la tragedia.



Esa misma madrugada, a pocas cuadras de donde paso unos días romanos, se oía todavía —ya con el sol del nuevo amanecer— la música que había acompañado otra noche de juerga de miles de ragazzi italianos. Tampoco sabían lo que había pasado. Y aunque lo hubieran sabido… Y cualquier joven chileno podría haber estado ahí, como lo han hecho en el Forestal para sus propias parades santiaguinas.



Sí, por cierto, una vez conocido el drama, la conmoción ha sido enorme, pero sus efectos se irán pronto. Unos pocos muchachos, miles quizás, quedarán marcados de por vida. Los demás, a seguir con su parade en diversas partes del mundo, aunque se anuncie ya la suspensión definitiva en Alemania.



Parade… pero sin love. Música, pero sin amor: qué drama.



Sin love, porque la música —vehículo maravilloso de lo mejor del alma— cuando se administra sin medida, cuando se la consume en dosis ilimitadas, se desvincula del amor, fruto pleno del espíritu. La armonía, el ritmo, las palabras que los acompañan, toda esa maravilla, paradójicamente, se convierte en formas de adicción: separa, segrega, aísla, dificulta y llega a impedir la práctica del verbo Dar. Así ha ido pasando hace ya décadas: la buena señora Música —convertida en blanda y sutil droga— ha ido anestesiando las fibras más sensibles y venciendo los resortes más delicados de la juventud.



No hace falta ir de parade ni a Deutschland ni al Forestal; basta con que un joven se ponga los audífonos, conecte su aparatito y entre a fondo en el mundo de los sonidos —algunos excelentes, otros malísimos— para que haya comenzado su parade juvenil. La procesión se extiende por todo el planeta, se manifiesta 365 días al año y, por cierto, es perceptible en el metro y en la micro, en la cola y en el patio, en la casa y en las clases. Es un porcentaje cada vez más alto de los habitantes de la ciudad el que se conecta muchas horas al día. Ninguna novedad, porque han pasado ya casi veinticinco años desde que Allan Bloom lo advirtiera: los jóvenes están capturados por la música.



Por eso mismo, no es tema sólo de los menores de 29. Más bien, si hay alguien que debe responder, somos los mayores de 50, los que comenzamos a oír música personalizada en los 70 y en los 80. ¿Personalizada? No, en realidad, individualizada. Mi música. Yo, me, mí, lo mío. Sí: el egoísmo hecho música lo practicamos ya los cincuentones y no hemos sido capaces de advertirles a los más jóvenes en qué peligros tan encantadores se han metido, por qué cantos —más riesgosos que los de las sirenas— se han ido dejando capturar.



Por cierto, cuando nuestros muchachos se sacan los audífonos y miran a los ojos, aparece todavía ese noble corazón juvenil capaz de tantas solidaridades y esa vitalidad realizadora de notables emprendimientos. Pero siempre a impulsos, a saltos, como si hiciera falta el estímulo externo, como si el tam-tam de la percusión sonara en algunos momentos para llamarlos a la acción y entonces entendieran que hay bienes muy valiosos delante de sus vidas.



No parece una sospecha antojadiza vincular el ruido constante y autodirigido con la alarmante falta de compromisos permanentes en tantísimos de nuestros jóvenes. Cambia siempre de sonido y difícilmente fijarás tu voluntad en algo, mucho te costará comprometerte.



Apague la radio”: ese era el consejo que C. S. Lewis le daba a una niña estadounidense que le preguntaba cómo escribir bien.



Corte la música”: ese convendría dar pacientemente a millones de jóvenes chilenos, cuya parade debe vincularse con un amor de compromisos.