Compasión y justicia,
El tema es interesante, apasionante, de enorme complejidad. Descubro en carne propia que el problema de la inseguridad en la vida chilena actual se extiende a las redes de internet, al ciberespacio. No es fácil defenderse de los delincuentes del ciberespacio, de sus redes perversas. En medio de la polémica por el Premio Nacional de Literatura, asunto que se ha convertido en una sorprendente obsesión colectiva, que provoca pasiones que antes no se conocían (por desgracia, la obsesión se concentra en el Premio, no en la literatura, la lectura, los libros), sale en las redes algo que llaman un blog (¿qué será un blog?), que lleva el título ambicioso de «Los buenos libros» y que publica un artículo unilateral, casi fascista, o fascista sin casi, en defensa de una supuesta candidatura de José Luis Rosasco, y que descarta en forma grosera, insultante, en un lenguaje bárbaro, las opciones de Isabel Allende, Diamela Eltit y otros. Pues bien, en el ángulo superior izquierdo de este trabajo panfletario hay una fotografía mía, de anteojos, en actitud de severo inquisidor de las letras chilenas. La manipulación es astuta: mi firma no aparece por ningún lado, pero la foto en la esquina superior hace pensar a los lectores desprevenidos que soy autor del infundio. Mis amigos y colegas han pensado de inmediato que no escribo a la manera de ese articulista, pero supongo que muchos se han equivocado. Quedo, pues, como un tonto, un primario, un fascistoide, y defenderse es muy difícil. Claro está, no pierdo la cartera, y estoy muy lejos de perder la vida, ¿pero no tiene derecho un escritor, en el Chile de ahora, a proteger su imagen, su manera personal de escribir y pensar? Supongo que los delitos de la red irán en aumento, refugiados en una relativa impunidad, y que será necesario organizarse para hacer algo en contra. Es probable que la Sadel, la Sociedad de Derechos Literarios que presidí en una etapa, pueda hacer algo. Ahora, mientras lleno formularios y embalo algunos libros y algunos cuadros, no tengo tiempo ni fuerzas para hacer nada. Pero estudio el tema, que me parece serio, y no pienso quedarme tranquilo. Y conste que tengo simpatía personal y considero un buen amigo a José Luis Rosasco. En alguna medida, él ha sido un simple pretexto. Los falsificadores son más o menos analfabetos, pero actuaron, a la vez, con sutileza y con infinita mala uva.
Siento a menudo que nuestras nociones de la justicia, del castigo, de la clemencia, necesitan entenderse con matices más finos. Tengo la impresión de que muchos confunden el concepto de la pena con el de la venganza, de que el ojo por ojo, diente por diente, de la antigüedad bíblica, sigue vigente en muchos lados. La impunidad es inaceptable: en los delitos comunes, desde luego, y en el terreno de los derechos humanos con mayor razón. En el pasado, la ley penal, la que estudié en la Escuela de Derecho de la calle Pío Nono, la que analicé en mi memoria de prueba para recibirme de abogado, era esencialmente territorial. Ese concepto ha cambiado en el mundo contemporáneo, y una de las grandes razones de este cambio es el escándalo que produjeron los terribles crímenes políticos del siglo pasado —los de la Alemania nazi, los del estalinismo, los de las dictaduras africanas, asiáticas, latinoamericanas—, en la opinión pública internacional. La idea aceptada hoy es que no haya impunidad, que los crímenes de lesa humanidad puedan perseguirse fuera de las fronteras, que ni siquiera haya prescripción en los casos más graves, a fin de que las torturas y las desapariciones queden erradicadas para siempre de las sociedades civilizadas. Es una noción ambiciosa, reflejo de una nueva forma de humanismo, y Chile no puede ignorarla. No debería haber impunidad de los crímenes políticos, ni tampoco, agrego en mi caso, de los delitos cibernéticos. Mientras entramos al siglo XXI, debería predominar un sentimiento general de protección frente a los posibles abusos del Estado y de los delincuentes privados. En el Chile de los días que corren, la delincuencia ha tenido manifestaciones horribles, repugnantes, como ha ocurrido en el caso del secuestro y asesinato seguido de incendio de una joven parvularia. Aquí deseamos que se encuentre pronto al criminal y que sufra todo el rigor de la ley.
Lo anterior, sin embargo, no excluye los matices, la consideración de las circunstancias atenuantes, como se estudiaba en mi tiempo, ni la posibilidad de aplicar la actitud esencialmente humana de la clemencia. Creo que la Iglesia, en este aspecto, cumple con su función en la sociedad, y que las protestas callejeras son ingratas, sobre todo frente a una institución que fue capaz de instalar en Chile, en condiciones tremendamente difíciles, una Vicaría de la Solidaridad. Si actuamos sin verdadera memoria de las cosas, nos empobrecemos en todo sentido. La aplicación de una pena justa no puede estar motivada por sentimientos de odio o de venganza. La cualidad de la misericordia no tiene límites, dice un parlamento de Shakespeare, creo que en su obra sobre Julio César: bendice al que la da y al que la recibe.
Los matices que menciona la Iglesia en toda esta complicada cuestión, cuando se trata de penas por delitos contra los derechos humanos, son importantes: nos habla, primero, del grado de responsabilidad que le cupo a cada uno. Ordenar la tortura o el crimen no es lo mismo que recibir la orden y estar obligado a cumplirla bajo pena de fuertes represalias. No es una mera cuestión de uniformes: excluir a los uniformados de la clemencia, por principio, es un error ético de proporciones. También hay que tomar en cuenta, nos dice el documento de la Iglesia, si actuaron con libertad, si tuvieron gestos de humanidad y si han manifestado arrepentimiento. Es un punto de vista serio, difícil de objetar. Pero también hay que considerar, con el rigor máximo, el tema de la puerta giratoria, de los reincidentes, de las fieras sueltas que se pasean por nuestro paisaje, de los carteristas «top» del centro de Santiago y de fenómenos parecidos. Ahora se agregan, para colmo, los delincuentes de la red. La cualidad ilimitada de la misericordia, como escribía Shakespeare, ¿dónde queda al final de nuestro recorrido?