El indulto que pide la Iglesia Católica,
por Clara Leonora Szczaranski.
Se ha señalado recientemente que la Iglesia Católica, al opinar sobre la necesidad de un indulto en la anunciada propuesta de la Conferencia Episcopal que estaría por ser presentada al Gobierno con ocasión del Bicentenario, estaría incursionando en asuntos que no son de su incumbencia. Afortunadamente, el cardenal Errázuriz ha sido fuerte y claro.
Me ha extrañado sobremanera esa afirmación, pues la institución del indulto no tiene otro fundamento, absolutamente ningún otro, que no sea el perdón (público, del príncipe o gobernante) o la misericordia, y, ambos asuntos, sí son de competencia de la Iglesia, en todo tiempo y lugar. Sin ir muy lejos, lo fueron recientemente en Chile cuando los derechos humanos eran conculcados sistemáticamente y la Vicaría de la Solidaridad se interpuso como valiente escudo para proteger en lo posible a los perseguidos.
La Iglesia, y la gente religiosa en general, siempre ha buscado estar presente en las cárceles, dando apoyo espiritual a los condenados y no sólo en los lugares abiertos en que estamos acostumbrados a encontrarla —buscando confortar— como son los hospitales, las hospederías, los orfanatos, las casas de acogida de seres arrasados por el dolor, la falta de oportunidades o las dificultades que les ha impuesto el contexto en el que han llevado adelante su vida.
Volviendo al asunto de un posible indulto, me parece bueno para el país que alguien nos recuerde, le recuerde a la autoridad, que tiene la ocasión de ser compasiva, misericordiosa, y sobre todo en asuntos penales que fueron fruto de una realidad política, social y económica de la que todos los que entonces éramos adultos en algún modo participamos. En estos asuntos, las ideas de justicia y de derecho a la venganza están separadas por el más tenue de los velos, por la más desdibujada de las líneas de frontera, empujadas por fuerzas colectivas portadoras de mensajes ideológicos que engarzan los hechos con ópticas preestablecidas. El dolor y la ideología dificultan ver que no es razonable querer que, luego de ser condenados, de años de cárcel y, a veces, hasta con graves enfermedades y dolores, los autores o partícipes de hechos ciertamente deleznables deban permanecer encarcelados hasta el fin de sus días, como justo “castigo” por el mal causado. No creo que exista “castigo” alguno capaz de restablecer la justicia rota por el crimen o de reparar el mal causado. Eso es imposible y, entonces, el deseo de expiación física, de encarcelar a algunos de los autores de los crímenes, en representación ejemplar de todos los históricamente culpables, obedece a otras razones, más cercanas al inconsciente que a la razón.
Mirados los hechos dramáticos vividos por nuestro país, pareciera razonable que los procesos deban establecer la verdad de lo ocurrido en todos los casos en que sea factible, y condenar a los culpables. ¿Para qué a estas alturas agregar la ejecución material de la pena? ¿Es que alguno de esos condenados es actualmente un peligro para la sociedad? ¿Es que puede repetirse el 11 de septiembre 1973?
Sigo sin entender por qué se privilegió como política pública la ejecución de las penas por sobre la búsqueda de la verdad. Para obtener confesiones y pruebas era menester dar una salida a quien se autoacusara o acusara a sus superiores, parientes o cercanos. Esa salida ha sido históricamente la amnistía, expresión a veces del perdón social, pero muchas veces expresión de una necesidad o conveniencia social, como era nuestro caso, en que necesitábamos saber sobre el destino de muchos desaparecidos y asesinados que han quedado —temo ya que para siempre— sin esclarecer. Pero, creo, prevaleció lo aparente, lo ideológico, la rigidez y el contentamiento menor de ver a unos cuantos encarcelados, en vez de obtener las pruebas sobre el destino final de los que buscábamos.