Aires diferentes,
por Jorge Edwards.
Soplan aires diferentes en el mundo de hoy. El que no los capta está condenado a dar vueltas en círculo y a equivocarse. Alguna gente me pregunta si voy a seguir escribiendo, ahora que me han nombrado embajador, y contesto que sí, mientras pueda, mientras consiga poner un paréntesis de dos horas en cualquier momento de la semana. Una crónica se escribe en dos horas y en dos semanas, o en veinte años. Primero, en mi calidad de escritor rumiante, estoy obligado a rumiarla, de día y de noche, pero después, mientras más rápido la escriba, mejor. ¿Y las limitaciones de la carrera? Creo que la única limitación real que impone la carrera es la de no escribir tonterías. Y eso trato de hacerlo siempre, debajo del paraguas de la burocracia y fuera de él.
Los aires nuevos, para mí, consisten en que se ha pasado de una filosofía hegemónica de la confrontación, de la guerra interna larvada o declarada, a una del consenso, de la colaboración, de la búsqueda de grandes acuerdos. Aquí no hablo sólo de Chile: hablo del conjunto del mundo contemporáneo. Leo, por ejemplo, que China y Taiwán, después de décadas de enfrentamiento que parecía no mostrar la menor salida, han entablado conversaciones hace un par de años y acaban de firmar un acuerdo comercial histórico. La ideología, interpretada en forma estricta, rígida, doctrinaria, habría impedido que se produjera un acuerdo de esta especie. Sin embargo, los compromisos firmados no son contrarios a ninguna teoría: son contrarios a las interpretaciones sectarias, anticuadas, anquilosadas. Para saber vivir fuera de la Guerra Fría hay que saber en qué consiste su final, su fracaso. Escucho, a veces, declaraciones ásperas en nuestro mundillo, en el cotarro local, y me dan pena. Cuesta ponerse a tono con los aires del siglo XXI, y cuesta desengancharse de rencillas de poco vuelo. Pero tenemos que intentarlo a toda costa. Los chinos continentales, que están en vías de convertirse en la primera potencia mundial, les dan una mano a los taiwaneses, a la isla que fue el último refugio de sus enemigos declarados en la guerra civil maoísta, la isla de Tchang-Kai-Tchek y sus seguidores. Parecía imposible, pero es una actitud posmoderna, de posguerra fría. Hasta hace pocos años, Carlos Marx presentaba la figura de un profeta furibundo, refugiado en sus ideas personales como en una fortaleza inexpugnable. Pero ahora tenemos derecho a interpretarlo de otro modo, e incluso a creer, como Jorge Luis Borges, que su filosofía de la historia, heredera díscola de Hegel, se ha transformado en una rama de la literatura fantástica. ¿Por qué no?
Veo a Raúl Castro en amable conversación con las más altas autoridades de la iglesia cubana, y me pregunto si no habrá emprendido también un camino diferente, en busca de aires renovados. El castrismo fue el resultado más puro de la filosofía de la confrontación. Un David juvenil, idealista, enfrentado al Goliat del Norte. En su traducción chilena se incubaba un lema suicida de la época de Salvador Allende, no acuñado por él, desde luego: avanzar sin transar. Un allendista disidente lo traducía de otro modo: avanzar sin pensar. Pero avanzamos sin transar, felices y contentos, tomándonos la calle, gritando hermosas consignas, escuchando canciones de protesta y de combate, hasta que tropezamos con un muro de piedra que nadie había querido ver. El día que Raúl Castro se ponga de acuerdo con el obispo de La Habana y empiece a sacar de la cárcel a los disidentes presos, a los hijos, maridos, hermanos de las Damas de Blanco, la atmósfera del siglo XXI habrá empezado a penetrar en el Caribe. Las cabezas nuestras más duras tendrán, entonces, la obligación de entender.