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jueves, 22 de julio de 2010

Indultos: posibilidad de aprender, por Gonzalo Rojas Sánchez.


Indultos: posibilidad de aprender,

por Gonzalo Rojas Sánchez.


¿Qué prefiere? ¿Perdonar o ser perdonado? Depende, ¿no...?


Pero lo que sí está claro es que el perdón forma parte esencial de la vida social.


Asumir que es apenas una cuestión privada, que únicamente corresponde a las relaciones bilaterales, implicaría afirmar que las ofensas sólo pueden causarse en la sala de estar o, a lo más, en el patio de atrás de la propia casa.


Pero resulta que no es así, resulta que nos ofendemos unos a otros en la vida en común, y que la historia universal da buena cuenta de esas numerosas y dramáticas transgresiones a la convivencia.


Y la propia historia de Chile —país tan pacífico y en el que nunca pasa nada, dicen— presenta también múltiples ejemplos de guerras y crímenes, de sediciones y represiones. Y precisamente para curar esas heridas es que han existido las amnistías y los indultos. Sí, para curar: noble aspiración humana y social.


Amnistías e indultos. Revísese la historia nacional con buena voluntad y se verá que casi siempre habían funcionado. O habían logrado olvidar jurídicamente lo acaecido (y de paso, habían inclinado al perdón) o simplemente habían terminado con el castigo y, por cierto, también animado al perdón.


Casi siempre habían funcionado… hasta que se interpuso el marxismo, y su encantadora máxima “no hay perdón ni olvido” se convirtió en savia venenosa que expanden con entusiasmo sus dirigentes y activistas.


Y entonces, difuminado ese gas mostaza por todo el cuerpo social, algunos se turban, otros se confunden, los de más allá se enceguecen, incluso uno que otro —lúcido aun, pero cobarde al fin— tiembla ante la consigna. Se repite que aquellas amnistías sí, pero que ésta… no. Se descalifica el indulto como política de curación social, porque se desconfía a fondo de la fuerza del perdón, cuya eficacia no está en el modo concreto en que se comportará más adelante el indultado, sino en el grato aroma social que expande y que a todos en algo beneficia.


Es grave: al rechazar la posibilidad de los indultos, en el corazón se acoge una importante restricción, porque al no perdonar a unos muy determinados, todos los demás —inocentes aun— quedan en entredicho. Pero además, por cierto, el mismo que renuncia a la clemencia ofende y se comienza a apartar del cuerpo social, porque el que no perdona, difícilmente se animará a pedir clemencia después. Y así se crean las nuevas distancias y así todo se estropea, aún más.


¿Qué puede tener de extraño, entonces, que la jerarquía de la Iglesia Católica (Maestra de humanidad) esté pensando cómo deben practicarse nuevas formas de ejercitar el perdón? ¿Alguien podría considerar —con justicia— que la clemencia es sólo cuestión política y que no tiene dimensión moral alguna? ¿Habrá alguna autoridad pública que quiera defender —por dos veces— una fractura tan grave entre los órdenes de la ética y de la vida social?


Sí, efectivamente, las sociedades no deben olvidar. Por cierto, seguiremos disputando sobre nuestro pasado, sobre los acontecimientos del siglo XIX y sobre los del XX. Y también abriremos —pronto y más a fondo— las disputas sobre los comienzos de este siglo XXI. Porque olvidar estropea la cabeza, es inhumano; pero perdonar mejora el corazón, es profundamente humano.


Y se puede; basta mirar un ejemplo para comprobarlo: la actitud de la familia y de los amigos de Jaime Guzmán. Desde el primer momento, aún consternados por el asesinato del senador, perdonaron, y se esforzaron —desde la misma tarde del 1º de abril de 1991— por echar afuera de su corazón y de sus palabras toda sucia tendencia al rencor.


Se puede perdonar; esta es una oportunidad para aprender.