El carrusel y el tobogán,
por Roberto Ampuero.
¿Y ahora qué pasará?, se pregunta uno tras el anuncio de La Habana de que pondrá en libertad a 52 de sus presos políticos. La Iglesia Católica y el gobierno español han jugado un rol clave en la liberación de quienes se oponen pacíficamente a un sistema que lleva medio siglo en el poder, pero el régimen aún debe negociar con la disidencia, que representa a la ciudadanía que desea cambios. ¿Constituye esta gozosa y promisoria liberación el inicio de una transición, o es para la dinastía Castro la concesión final a la disidencia, la Iglesia y la presión internacional?
La sorpresiva reaparición pública de Fidel Castro alimenta mi pesimismo, porque él es el más reaccionario en la cúpula cubana y quien dicta el rumbo. Sabe por la experiencia de Europa del este que las concesiones para el sistema comunista son como las grietas para un dique: acaban con él. Su reaparición es una advertencia dirigida a la nomenklatura, a su isla y al mundo: la liberación la aprobé yo, sigo al mando del buque, no habrá cambios que impliquen democracia, la isla se hunde en el océano antes que renunciar al sistema. Ante las puertas de su muerte, Castro no pretende admitir que se equivoca desde 1959, sino garantizar que el sistema lo sobreviva por lo menos hasta después de su funeral. Aceptó la liberación por la crisis de la isla, por la presión interna y externa, porque sabe que puede conseguir cambios hacia su régimen en EE.UU. y Europa, y porque conviene desterrar a disidentes presos y en huelga de hambre. Su estrategia es la de la ex Alemania oriental y Corea del Norte: obtener de Occidente beneficios económicos y políticos a cambio de circunstancias que uno mismo crea. Berlín Este conseguía ayuda facilitando contactos entre familiares de este y oeste, y Corea del Norte obtiene alimentos cada vez que renuncia a nuevos misiles. Es la política del carrusel: encierro y libero a disidentes a cambio de concesiones externas; luego encierro a otros y consigo más ventajas. No es el tobogán que elimina problemas, sino el carrusel que permite negociar desde una inmovilidad disfrazada.
Por eso la presión internacional debe mantenerse. La liberación de presos políticos debe ser el primer paso de un proceso que conduzca hacia la democracia que los cubanos se merecen. Para el gobierno de Chile, esto implica seguir los acontecimientos, actuar en consonancia con países que exigen democracia y abrir las puertas de la embajada a quienes luchan en forma pacífica y organizada por una alternativa de gobierno, tal como es usual en el mundo y lo practica la embajada de Cuba en Santiago. Notable que el Presidente chileno asuma un liderazgo regional en la defensa de los derechos humanos y marque la diferencia frente a mandatarios que, o bien aplauden el medio siglo de Castro en el poder, o miran hacia otra parte, como si la isla fuese una Suiza o una Suecia.
A la izquierda chilena la coyuntura cubana le brinda la última posibilidad de sumarse al clamor mundial por demandas democráticas y eludir el destino que la aguarda a la vuelta de la esquina: hundirse abrazada a los Castro. La historia es irónica: mientras la derecha chilena, bajo la conducción del Presidente, exige democracia y prueba que aprendió la lección de la historia, nuestra izquierda aún no condena unánimemente la dictadura más longeva de Occidente y permite que se le enlode más el traje democrático que gusta vestir con orgullo.
Mientras la centroderecha y la Democracia Cristiana apoyan a los cubanos en su derecho a escoger su destino, la izquierda sigue guardando un silencio que le acarreará el peor costo tras la desaparición del castrismo, un silencio que retardará su regreso a La Moneda y que sepultará definitivamente la ya controvertida superioridad moral de la izquierda frente a la derecha en materia de convicciones democráticas.