Dieciocho, diecinueve, veinte…,
por Gonzalo Rojas Sánchez.
¿Dos días, tres, o cuatro para celebrar a mediados de septiembre? La cantidad importa poco, porque apenas se sabe qué se conmemora y para qué se celebra.
Del 18 de septiembre de 1810 —del que consta en el acta, no del inventado para consumo masivo— quedan tres datos: un cabildo abierto, una junta de Gobierno y una convocatoria a diputados de todas las provincias. O sea, lo que se conmemora es la tradición (los cabildos abiertos eran de larga data), la sociabilidad (una corporación podría hacer más que los individuos aislados) y la participación (un órgano futuro mejoraría la representación de los chilenos).
Pero anda tú a insistir hoy en la importancia de las tradiciones, aquellos elementos de continuidad dentro del cambio. El progresismo te demuele, desfigurando primero el concepto de tradición, mostrándolo cual infantil osito de peluche, desteñido y agujereado; y, después, ataca el órgano fundante de la traditio, la familia: como ahí se transmite la vida, el lenguaje, la virtud y el sentido del límite, por casi tres décadas todos los “progres” la han hecho blanco de sus afanes destructores.
Por eso, mira lo que puede importarles hoy a los chilenos un cabildo abierto, si ni a las horas de comida se comparte ya en los hogares de tantos compatriotas.
Y de la sociabilidad, ¿qué? Veinte años de Concertación lograron desfigurar las relaciones humanas, sobre la base de una premisa muy atractiva, pero muy dañina: nadie podrá protegerte como el Estado. Con esa machacona idea fuerza, bombardeada con abundancia de recursos, muchísimos chilenos perdieron la capacidad de organizarse desde sí mismos. Y cuando lo han intentado, acude en ayuda de la atomización una segunda palanca concertacionista: aquello que organizan los privados es para lucrar; y lucrar es siempre malo.
Así, la sociabilidad nacional en tiempos de normalidad casi ha desaparecido, pero las manos extendidas hacia el Estado se han multiplicado (y sus funcionarios, obviamente, también).
¿A quién le importaría hoy, por lo tanto, una Junta destinada a conservar el reino para Fernando VII? Mejor disfrazarla de Independencia.
Bueno, pero la participación podría salvarse, ¿no? Ni de lejos —ni mucho menos de cerca—. Una de las tristezas que trajeron los gobiernos de la Concertación (que no fue lo suyo la alegría) fue justamente el aborto de la participación: la mataron recién engendrada. Sí, los partidos del arco iris, los que se adjudicaban a sí mismos legitimidad para fundar una nueva democracia en 1990 (aunque había sido el Presidente Pinochet quien la había diseñado y entregado), consiguieron en apenas dos décadas reducir la participación en calidad y cantidad.
Porque si algo marcó decisivamente esa nueva etapa de la vida cívica en Chile fue justamente la corrupción de tantos políticos y la omisión de tantísimos jóvenes. Dos realidades que pesan en el legado histórico concertacionista, ese del que Ricardo Lagos padre afirma estar tan orgulloso. Por lo tanto, ¿quién podría querer celebrar un gran hito de la participación, cuando ese concepto huele hoy a falsedad?
A 10 semanas del aniversario, es difícil imaginar qué iniciativas podrían corregir daños tan profundos. Se las puede intentar aún, ciertamente, aunque quizás baste, por ahora, con asumir en conciencia esas carencias y disponer de unos pocos encuentros para reflexionar sobre ellas. Sergio Villalobos lo sugirió con maestría.
Pero queda pendiente, además, otra dimensión del aniversario. ¿Sabemos de verdad en qué consiste celebrar? ¿Entendemos qué es una auténtica fiesta? Habrá que pensarlo algo más adelante.