El zapato chino de Enríquez-Ominami,
por Juan Carlos Altamirano.
Sin duda que el aterrizaje de Marco Enríquez-Ominami a la carrera presidencial ventila la política. Surge la posibilidad de una renovación generacional, de un estilo más franco, abierto y moderno. Algunos proyectan en él la esperanza de que rompa los paradigmas tradicionales de cómo enfrentar los problemas sociales y económicos del país. Otros cristalizan en su figura la necesidad de realizar un cambio impulsado por un político joven, valiente e independiente. Muchos jóvenes buscan a un líder que tenga mística, que le proporcione un sentido épico a la política, que tenga credibilidad por ser sincero y espontáneo. Así, la identificación con su campaña es transversal.
Cabe preguntarnos, sin embargo, ¿qué probabilidades existen de que estas ilusiones se hagan realidad? A mi juicio, escasas.
Por una parte, está el papel que han jugado los medios en la difusión de la imagen de Marco. Es obvio que el interés en su persona se debe a que es una figura joven, carismática, inteligente, que se levantó como alternativa a Frei. Y a su vez, mientras más se mediatiza su postulación, más sube en las encuestas, y por consiguiente, más crece ese interés en su figura. Todo muy bien hasta ahí. Sin embargo, este círculo virtuoso, donde ambas partes ganan, suele mantenerse hasta que el personaje o la estrella deja de ser funcional a los intereses de los medios. Cosa que tarde o temprano termina ocurriendo.
Esto podría pasarle a Enríquez-Ominami si no logra capitalizar sus “diez minutos de fama”. Y aquí está el problema de fondo: ¿qué ocurrirá con él después de las elecciones, eventualmente sin partido y sin un asiento en el Parlamento? Cuando un liderazgo se basa demasiado en el respaldo mediático, y no está sustentado por un apoyo partidista relevante, entonces la figura en cuestión y su discurso pasan a tener un valor puramente testimonial.
Otro peligro que deberá superar Marco Enríquez-Ominami es el “zapato chino” en el cual se encuentra: la independencia con que actúa constituye su gran atributo, pero también su talón de Aquiles. A mi juicio, impulsar una renovación como alternativa al “anquilosamiento” de la Concertación tiene escasas posibilidades de éxito —a lo menos en el corto y mediano plazo—, pues lo intenta hacer desde fuera, como figura independiente. Pero, por otro lado, si actuara respetando las reglas del juego que la Concertación impone, entonces, su imagen se desperfilaría, perdiendo su fortaleza y credibilidad. Me imagino que para salir de esta encrucijada deberá realizar un trabajo duro y largo —de cambio ideológico— a nivel de las bases de los partidos.
La historia política está llena de cadáveres de líderes que intentaron hacer cambios sustanciales desde fuera del partido que los crió. Pienso en David Owen, un destacado ministro laborista británico de los 70. Disconforme con el izquierdismo de su partido, lo abandonó para formar una coalición con los liberales, con el objeto de levantar una alternativa al bipartidismo dominante. Unos pocos años después, Owen no tenía mayor arrastre, a pesar de que fue considerado uno de los políticos con más futuro. Posteriormente otros jóvenes laboristas realizaron la renovación que ese partido necesitaba.
En Chile sobran estos ejemplos y, sin embargo, las deserciones están a la orden del día. Ello, aun cuando en la centroderecha parece imperar otro criterio. Quizás la historia más ejemplificadora al respecto es la de Joaquín Lavín, posiblemente el político que más ha aportado a la renovación de la derecha chilena. El contribuyó a desembarcarla del pasado pinochetista y comprometerla con la restauración de la democracia. Su búsqueda por superar los antagonismos y realizar una oposición constructiva, sin odiosidades, incluso lo llevó a declararse bacheletista. Por cierto, ésa fue la gota que rebasó el vaso en su lucha por el cambio: rápidamente tildado de populista, cayó en desgracia.
No obstante lo anterior, dudo mucho que Lavín hubiera podido impulsar estos cambios en la derecha y conseguir el apoyo electoral que logró actuando desde fuera de la Alianza. Aun más, a pesar de las descalificaciones, no se fue de la UDI para levantar su alternativa propia. Por cierto, las circunstancias que vive cada bloque son particulares, pero aun así creo que la comparación es pertinente.
La verdad es que, dado que Chile tiene conglomerados políticos sólidos, hay poco espacio para los líderes independientes, y menos aún para los caudillos. Contra esta inercia se enfrenta Enríquez-Ominami.