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lunes, 3 de octubre de 2011

Justicia imposible por Pablo Rodríguez Grez.


Justicia imposible

por Pablo Rodríguez Grez (*)

En los últimos años, cada día con mayor fuerza, se ha profundizado uno de los obstáculos más difíciles de superar para los efectos de impartir justicia. Se trata de la generación de una atmósfera que condena o absuelve, en forma anticipada, a una persona cuya conducta está sometida a juzgamiento por los tribunales. Lo anterior puede explicarse y hay quienes, incluso, lo justifican en causas penales, dada la connotación social del delito y la exposición de los hechos ante la opinión pública, pero no sucede lo mismo con las causas civiles o penales con aristas civiles, en que se halla comprometida, principalmente, la responsabilidad patrimonial de agentes privados o del Estado. Lo que señalamos se proyecta a todo el ámbito de la comunidad y se expresa en consignas, eslóganes o lugares comunes que, casi sin excepción, esconden mensajes ideológicos y persiguen fines electorales. Sin embargo, es en el campo jurisdiccional -administración de justicia- en donde más influye este fenómeno.


Los problemas relativos a la responsabilidad civil, por lo general, no son siempre de fácil solución. Gravitan en ellos una multitud de factores que impiden resolverlos sin practicar un análisis detallado de los hechos y de las normas jurídicas que los regulan. Es, por lo mismo, inaceptable que la ciudadanía, de manera intuitiva o emocional, incitada por activistas ideologizados, emita un veredicto prematuro que, cualquiera que sea, influirá en quienes están llamados a resolver aplicando la ley en el marco de un Estado de Derecho. En otras palabras, los jueces, por neutrales que puedan parecernos, terminan contaminados por el clamor generalizado que reclama una determinada decisión, la cual, invariablemente, es fruto de una campaña proyectada y desplegada con fines preestablecidos.



La revolución tecnológica ha colocado en manos de todos los integrantes de la sociedad una amplia gama de recursos que permiten no sólo registrar los hechos que ocurren a su alrededor sino también comunicarse y movilizarse, cada día con mayor facilidad y rapidez. Sin embargo, quienes conforman y marcan el rumbo de la opinión ciudadana son los medios masivos de comunicación social (TV, radio y prensa), así ha ocurrido en el pasado y debe seguir ocurriendo en el futuro, pero con dos novedades importantes: por una parte, el poder de estos medios es cada día más extenso y arraigado, por obra de un instrumental tecnológico que se renueva y moderniza día a día; y, por la otra, el fácil acceso a los canales de información de que gozan los miembros de la comunidad, hasta ayer silenciosos y desconocidos, pero hoy vociferantes y opinantes. Así las cosas, se ha construido un cerco en torno a las autoridades llamadas a solucionar los conflictos jurisdiccionales y administrativos el cual, aun cuando imperceptiblemente, condiciona o determina sus resoluciones. No es exagerado sostener que, en definitiva, muchas sentencias son fruto de presiones subterráneas de las que resulta imposible sustraerse, al ser producto de un ambiente contaminado y predispuesto.



Lo que denunciamos impide hacer justicia en muchos casos, probablemente los más significativos, puesto que ello supone la existencia de jueces ajenos a todo influjo que condicione su obrar, libres de prejuicios y de ideas preconcebidas y, por lo tanto, capaces de aplicar la ley sin otro compromiso que el de imponer su sentido y su espíritu. Lo que se observa en el ámbito penal es esclarecedor. Habitualmente las determinaciones de los jueces de garantía respecto de medidas cautelares, tales como la prisión preventiva, son modificadas por las Cortes de Apelaciones, siempre previa campaña informativa que deja de manifiesto una disconformidad social con lo resuelto.



Cabe preguntarse, en este contexto, ¿qué posibilidad de hacer justicia existe cuando la atmósfera misma que rodea un hecho condena irremediablemente a un presunto culpable? Sostengo que es muy difícil neutralizar este efecto y que los llamados a juzgar, sin siquiera advertirlo, se verán constreñidos a pronunciarse en uno u otro sentido. Si no hubiere existido Émile Zola, muy probablemente Dreyfus habría pasado a la historia como un traidor. Para superar esta deficiencia no hay, en este momento, otra receta que el fortalecimiento moral de quienes tienen en sus manos el enorme arsenal tecnológico que permite moldear el sentimiento, la emotividad y la credibilidad de los ciudadanos.


(*) Pablo Rodríguez Grez es el Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad del Desarrollo

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