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jueves, 13 de octubre de 2011

¿Consumidores o estudiantes?, por Gonzalo Rojas Sánchez.



¿Consumidores o estudiantes?,

por Gonzalo Rojas Sánchez.


Cuando se oye que los dirigentes estudiantiles piden gratuidad para la educación, una ola de admiración recorre el país. ¡Oh, qué jóvenes tan altruistas! ¡Qué altos ideales los suyos, siempre enfocados a beneficiar a los más pobres!


Pamplinas.


Cuando los líderes de la Confech insisten en que no debe pagarse por la educación, simplemente se comportan como todos los consumidores de todos los tiempos: quieren obtener bienes y servicios a los más bajos precios posibles.


Por supuesto, si un consumidor pidiera gratuidad para su alimentación, se le haría ver amablemente que, a pesar de lo imprescindible del bien solicitado, producirlo cuesta plata y no es posible regalarlo. Sólo el indigente recibe gratis el alimento. Y cuando un tipo pasa sin pagar en el Transantiago, el sistema reacciona a nombre de los demás consumidores: "No me meta la mano en el bolsillo".

Pero, como se trata de la sacrosanta educación, entonces es mucho más fácil cobijarse bajo su manto de espiritualidad y negar que deba pagarse por los bienes de la cultura.


¿Cómo que no se paga por ellos? ¿No pagan acaso esos mismos jóvenes por la música envasada y los conciertos en vivo? ¿No pagan acaso por las revistas y libros que a veces leen? ¿No pagan por conexiones cada día más rápidas a sus redes sociales favoritas donde buscan ideología y compañía? ¿No pagan acaso por sus circuitos culturales al Perú, Bolivia y Ecuador?


Ahí se comportan abiertamente como consumidores de un bien concreto, pero cuando se trata de desembolsar sus activos actuales o futuros para obtener el bien intangible y superior del espíritu -la educación en genérico- ya no están dispuestos. Es la lógica del consumidor inmaduro: pájaro en mano, y que otro les dispare a los cien que van volando, y después me los regale. Obvio: así se liberan los recursos endeudados para financiar un intangible, y se los aplica hoy a un bien de consumo. Que se prohíba el lucro para poder lucrar.


Patrice de Plunkett, editor de "Figaro Magazine", lo dijo poco tiempo atrás, al referirse a Mayo francés del 68: "Bajo las gesticulaciones del marxismo se escondía en realidad una fiebre irresistible de individualismo, los deseos de arrasar con todo aquello que todavía parecía frenar un poco el reinado del ego."


En el Chile del 2011, los mismos jóvenes que piden gratuidad, que exigen su reconocimiento como dogma salvífico, contestan las encuestas mostrándose favorables a la legalización de las drogas blandas, a la plena autonomía sexual, a las decisiones abortivas de las mujeres sobre sus hijos ya engendrados, a la libre circulación de los afectos entre parejas de todo tipo. Es el reinado del ego, es el paraíso del consumidor.


Es cierto que nada de eso ha llegado aún a consolidarse, pero qué duda cabe de que si la educación fuese toda ella gratuita, desvalorizada absolutamente en su papel, su calidad tendería a caer al mínimo; dejaría así de ser el mecanismo más alto de defensa de los grandes bienes del espíritu: dignidad, libertad, verdad. Liquidada como sistema de transmisión de los patrimonios sociales, los estudiantes-consumidores obtendrían -a nombre de los socialismos- una victoria definitiva para el individualismo liberal. En palabras de De Plunkett, lograrían la destrucción de todo lo que no sea el capricho individual, lograrían la apertura de la vía para el gran triunfo del materialismo mercantilista. La paradoja total, la paradoja final.


Podrán citar a Gramsci o a Bakunin, a Marx o a Guevara, a Trotski o a Althusser. Podrán encandilar con citas de libros o invocando a gurús. Pero bajo escrutinio fino, son dionisíacos.


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