Vuelve la no-violencia activa, por Gonzalo Rojas Sánchez.
En su blog, Luis Mariano Rendón se define a sí mismo como activista de la Tierra. Y en su última actuación -opacada por las filigranas de Girardi sobre la prudencia y el diálogo-, Rendón ha encabezado al grupo que invadió la sede senatorial. Sin arrugarse, definió la correría de adultos y adolescentes que culminó en escalamiento de mesa, escupitajos y gritos desaforados, como un acto de no-violencia, de desobediencia civil. Afirmó textualmente: "Lo que realizamos fue un acto no violento, pero un acto enérgico contra la clase política".
Es el sofisma perfecto; es la publicidad engañosa; es lo que Jorge Millas llamó, con fina claridad, una "máscara de la violencia". Y, además, es cuento viejo, porque los partidarios de la no violencia han fallado siempre al tratar de exponer en qué se diferencian sus procedimientos de los violentos. Se trata -nos dicen- simplemente de no usar la violencia en la vida social. Suena bien, obvio y grato, pero bajo mirada escrutadora, es simplemente falso.
Primero, conceptualmente. La expresión no-violencia activa -o no-violencia enérgica, si queremos seguir a Rendón- tiene toda su fuerza en el adjetivo "activa", el que, agregado a la dupla de palabras original, no modifica precisamente el sentido de la expresión "violencia", sino que más bien se contrapone con el vocablo "no". A ambos lados de la palabra "violencia" han quedado un "no" y un "activa" que se equilibran entre sí, simplemente para hacer más atractiva la no-violencia a "los activos".
Pero el problema se aclara mucho más en el plano de los hechos.
Porque negar la violencia, usar la no-violencia, debería consistir en la renuncia a todo método que ejerza una presión sobre la voluntad ajena, se exprese físicamente o no, la apliquen directamente los individuos o se valgan de estructuras e instituciones para hacerlo.
Entonces, en la práctica, ¿es la no-violencia una renuncia a toda forma de presión sobre la voluntad ajena? La respuesta viene justamente de los actos, de lo activo, de lo "enérgico" en palabras de Rendón. Porque esos actos debieran consistir -si de alejarse de la violencia se tratara- en una intensificación del diálogo, en un mayor grado de participación inteligente, en una más profunda dinámica racional. Tendrían que ver en la posición ajena siempre una razón y una voluntad con las que relacionar la propia.
Pero no fue así en la invasión del inmueble y en la interrupción de la sesión. Hubo, por el contrario, un evidente desprecio por la posición ajena, a la que se consideró una barrera que era necesario derribar; no se usó la razón, no se dialogó, no se confrontó la propia postura con la del ministro, con la de los parlamentarios, con la de los rectores. Todos, unos más, otros menos, eran simplemente el obstáculo.
Un rector en general complaciente con las movilizaciones y en particular pasivo frente a la agresión de que eran objeto todos los reunidos, tuvo al menos la percepción clara de lo por venir: "Ministro, abandone la sala o lo pueden agredir", fue el consejo que no le gustó dar, pero que lo salvó tanto de la complicidad como de la eventual solidaridad.
Se comprobó así una vez más que existe una sucesión casi inevitable -incluso a veces una simultaneidad- entre los actos supuestamente no-violentos y los más propia y definitivamente constitutivos de violencia física.
Cuando a ambos lados de la palabra violencia se tachan el "no" y el "activa", aquélla queda desnuda en su maldad. Se descubre que pretendía presentarse con los falsos ropajes del pacifismo; que pretendía golpear, pero acusando al agredido de haberse provocado su propio daño, por intruso, por entrometido.
De ahí al fusil, hay poco tiempo.
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