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miércoles, 19 de octubre de 2011

Cristina, reina de los milagros, por Joaquín Fermandois.


Cristina, reina de los milagros,

por Joaquín Fermandois.



Gloriosa y gozosa, Cristina Fernández se encamina a una victoria demoledora el próximo domingo. Tal como era hace 60 años y más, Argentina está bajo el liderazgo político de una pareja presidencial y de una fuerza política -el peronismo- que goza de excelente salud. No sólo por aquello de que "no hay muerto malo" -Evita y Néstor-, sino porque lo que se podría calificar como el "milagro argentino" se ha reproducido en la década del 2000: un crecimiento económico con vigor, en medio de políticas económicas que para muchos carecen de mayor racionalidad, pero que no obstan para alcanzar buenas tasas y beneficios sociales. Este milagro habría que extenderlo a gran parte del siglo XX, al menos a partir de 1930, con la primera intervención de los militares y, en la década siguiente, con la aparición del peronismo.





Éste surgió de un caudillo talentoso y carismático, cuyo aparato comprendía a varios sectores sociales y políticos, incluyendo una derecha y una izquierda. El general Perón, como tanto ha sucedido en la historia latinoamericana, devenido en caudillo político que nació del golpe militar de 1943, simbolizó el arquetipo del populismo criollo: retórica encendida contra un enemigo creado y criado en lo interno y externo; dádivas sociales; creación de un aparato estatal orientado al clientelismo. Había límites, y Perón -de más criterio e inteligencia que otros émulos latinoamericanos- intentó dar con una respuesta creíble, sobre todo en 1973, en su regreso triunfal y, a la vez, cargado de negros presagios. Al final fue devorado en parte por las fuerzas que él mismo había desatado.





La debilidad política ha sido crónica, en insólito contraste con un bienestar social y económico sin paralelo en América Latina, con una clase media masiva y educada, y con una atmósfera que ha hecho de su mundo urbano un verdadero ideal de convivencia y de democracia social; en otro plano, por la sutileza de su vida cultural. Poco de ello se puede decir de su política. Uno tiende a simpatizar con aquellos que fracasaron estrepitosamente, como el Presidente Arturo Illia y el cuatro veces candidato Ricardo Balbín, que entre otras cosas eran "caballeros de clase media" -en nuestra América, un producto tan argentino.





Pero la política de este país no ha constituido un punto de fuga para los latinoamericanos, al menos no en relación con lo que ha sido la sociedad argentina, su gente, la vivacidad de su arte y cultura. La crisis política se revela no sólo en sus líderes, sino en el lenguaje común de la gente, que sostiene que "todos son ladrones" (no puede ser para tanto) y que la situación "no puede ser peor" (si lo escucho desde hace 50 años, quiere decir que en lo económico entonces estaban muy, pero muy bien).





Cierto, a pesar de sus repetidas crisis, Argentina no llegó al fin de su historia. Pero lo que no ha sucedido es que este país -que hacia 1920 tenía el mismo nivel económico y quizás social de Australia o Canadá- llegara a constituir una economía desarrollada. Aquel fue el verdadero "milagro argentino", producto del vigor de su población y de la apertura al dinamismo externo en los siglos XVIII y XIX. Eso sería lo que se sacrificó con tanta crisis política y tanto tremendismo retórico, arrojando una cuota de incertidumbre no sólo para Argentina: uno se pregunta en qué medida esta frustración refleja una rémora en el inconsciente colectivo de América Latina. Brasil se encamina a transformarse en gran potencia, pero está muy en lontananza su arribo a esa categoría de la civilización moderna que llamamos desarrollo, lo que no es un puro tema económico. Argentina podía serlo y no lo fue. Más que por Evita, es por esto que deberíamos llorar.

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