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viernes, 7 de octubre de 2011

Calidad de la educación y comportamiento ciudadano, por Margarita María Errázuriz.  


Calidad de la educación y comportamiento ciudadano,

por Margarita María Errázuriz.



La educación es hoy “el” tema en la agenda pública y privada. Ha conmocionado a toda la sociedad. Nada tiene tanta relevancia y esa prioridad es una buena noticia para todos. Es necesario aprovechar la oportunidad y hablar de su calidad en serio. Aparentemente, todos están de acuerdo en qué se entiende por ella. A mi modo de ver, hay un reduccionismo en la definición que se hace comúnmente y considero que éste es un tema que requiere maduración, mucho intercambio de ideas y debate. Sin embargo, no se visualiza un espacio que la enfoque en profundidad.



Se da por un hecho que la educación es de calidad cuando el sistema o un establecimiento escolar alcanzan buenos puntajes en el Simce, en la prueba PISA y en la PSU. Para mí, todo ello constituye sólo una dimensión de la calidad. Con esa forma de evaluarla nadie puede darse por satisfecho. Es penoso constatar que todo el sistema escolar está enfocado a rendir con éxito pruebas objetivas —como son éstas— sobre conocimientos básicos que no permiten estimar el desarrollo de un pensamiento reflexivo ni los avances en exigencias mínimas de la formación en esa etapa de la vida. Tal es la importancia que se atribuye a los resultados de dichas pruebas, que alcanzar buenos puntajes es el centro de todos los esfuerzos y aprendizajes de los estudiantes. De hecho, cuando hay avances en éstos, se celebran como verdaderas conquistas, y los retrocesos prenden una gran luz roja. Está bien que así sea si estamos conscientes de que ello es tan sólo una parte de la calidad que necesitamos.



En el proceso de educación se ha ido, en forma paulatina, restando valor a los conocimientos humanísticos, los que han ido perdiendo espacio en el curriculum y en la mente y el corazón de profesores y alumnos como expresión de lo que sucede en la sociedad y en su cultura. No se ha pensado en las consecuencias de este proceso.



Las humanidades son centrales para consolidar una sociedad democrática. En la actualidad, en ella domina el valor que le asignamos al conocimiento científico y técnico, y a su contribución. El concepto de sociedad se ha ido encogiendo y acotando a las relaciones vinculadas con aquello que somos capaces de producir. No obstante, sabemos que como grupo humano somos interdependientes, nos necesitamos unos a otros, elegimos el sistema democrático para organizarnos, queremos preservar el bien común y los bienes públicos, entendiendo que éstos están constituidos principalmente por la cultura cívica que hemos conformado. Son los conocimientos humanísticos los que permiten reflexionar sobre la institucionalidad, las interrelaciones sociales, la historia y el sentido de las organizaciones, entre otras dimensiones. Al no contar con ese marco, los jóvenes se quedan con los conocimientos científicos y técnicos aislados de su contexto social y cultural. Al carecer de enfoques comprensivos de la sociedad y de conocimiento sobre el carácter social del ser humano, quedan a merced de la manipulación, del utilitarismo y la indiferencia social.



La sociedad que tenemos y la que los actuales estudiantes conformarán en el futuro es fruto de la educación que se les imparte. Así, por ejemplo, la posibilidad de vivir en una sociedad capaz de erradicar la violencia, por nombrar una situación que ha acompañado las movilizaciones de los estudiantes y el apagón de luz —hechos que nos han remecido—, está en estrecha interrelación con la formación que reciben los estudiantes. Respecto de esos casos, no acabamos de preguntarnos: ¿Qué pasa? ¿Cómo es posible? ¿Qué hacer? Entender la calidad de la educación con la amplitud que corresponde es enfrentar este problema desde las raíces.



La educación debiera inculcar aquellos valores que la sociedad quiere para sí; debiera contribuir a fortalecer su presencia en la cultura. Es el momento de abrir este debate.

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