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jueves, 6 de octubre de 2011

Y votaron que No, por Gonzalo Rojas Sánchez.


Y votaron que No,

por Gonzalo Rojas Sánchez.


Bastó una marca en la papeleta. Era aparentemente una decisión que se refería sólo a la continuidad del Presidente Pinochet, pero que, en cuanto victoria del No, lógicamente debía convertirse en un nuevo Sí.


Porque, ciertamente, quienes votaron por el No el 5 de octubre de 1988 -y los que se sumaron después por neoconvicción o neoconveniencia- querían ser constructivos, positivos, afirmativos. Ninguno buscaba la destrucción por sí sola, la pura negatividad, ninguno pretendía que el No se convirtiera en estatuto nacional.


Pero, aunque la intención de muchos fuera positiva, ha sido justamente el No el que se ha terminado imponiendo en nuestra historia reciente.


Sin sospecharlo, la inmensa mayoría de los electores del No votaba ese día por la destrucción de la familia. Han pasado 23 años, una generación completa, y el No se ha instalado en los reductos más íntimos de la devastada institución familiar: No hay estabilidad matrimonial, no hay mayoría de hijos nacidos dentro del matrimonio, no hay estímulo a la filiación legítima, no hay tasas de natalidad para reponer población, no hay distinción entre familia y agrupación voluntaria de seres variopintos, no hay autoridad ni presencia paternal ni, mucho menos, respeto entre los cónyuges, no hay garantías mínimas para los recién engendrados.


Sin buscarlo, los electores del No empujaron la decadencia de la cultura nacional. En dos décadas y poco más, los chilenos ya no hablan castellano, ya no leen libros, ya no prescinden de sus buenas tres horas diarias de tontificación televisiva, ya no saben ni cuándo se celebra la Independencia nacional, ya no evitan los garabatos, ya no se privan de la cumbia en Dieciocho, ya no se presentan dignamente: se desarreglan para parecer posmodernos.


Sin pretenderlo, los electores del No ponían los fundamentos de una nueva oligarquía política que, como todas, acumula negatividades y exclusiones. Porque no ha logrado la clase política chilena que haya igualdad de derechos, ya que para los militares en retiro no existen; no ha conseguido que los terroristas paguen por sus culpas; no ha logrado incluir a millones que le dicen a su vez que no, que no se inscribirán; no ha ampliado la militancia en los partidos, que muestran números de inscritos realmente ridículos; no se ha atrevido a denunciar a los asistémicos, quienes -desde su propia negatividad- hoy la tienen en jaque; no ha elevado el debate incorporando a los que saben, porque cree bastarse con los que mandan.


Sin plena conciencia, los que votaron No les entregaban el gobierno a los que en materias de emprendimiento siempre prefieren al funcionario estatal que saber decir... que no. Y entonces, gradualmente, fue instalándose el no a nuevas posibilidades de donaciones con exención tributaria, y el no al microempresario necesitado, para ayudar más bien al poderoso, comprometiéndolo en aportes electorales; y el no al que pide capacitación para obligarlo a estirar la mano y convertirlo en siervo de la burocracia estatal; y el no a la transparencia que dificulta la corrupción; y ahora el no al lucro: hoy en la educación, mañana en la salud, y por qué no, en la vivienda y en el transporte y en el comercio.


Un día, hace casi dos años, un porcentaje de los que habían votado que No o de los que se habían convertido al No, cambiaron su preferencia, aunque en realidad volvieron a votar por un hombre del No. Pusieron sus esperanzas en una nueva positividad, pero hoy están perplejos.


¿No habían acaso buscado un cambio? ¿No querían quizás más familia, mejor cultura, nueva política y mayores espacios para las iniciativas sociales y económicas?


¿Sí o No? Todavía están a tiempo de aclararse.

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