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jueves, 20 de octubre de 2011

Alegría e indignación, por Gonzalo Rojas Sánchez.


Alegría e indignación,

por Gonzalo Rojas Sánchez.


Estuvieron a pocos metros y a pocos minutos. Los alegres por un lado, los indignados por el otro.


Ambos -no deja de ser una buena señal- caminaron hacia el poniente, hacia la línea del horizonte, aunque en Santiago no se la aprecie claramente. Podría suponerse que esa dirección común simboliza bien el anhelo profundo de unos y otros por un Chile mejor.


Sí, porque los alegres saben que en la patria hay mil motivos para la tristeza; y porque, a su vez, los indignados rebasaron las cotas del dolor, y ya no se aguantan las penas en silencio.


Pero, igualmente, no cuesta nada descubrir que detrás de unos y otros hay tan diferentes motivaciones y proyectos, que -malas noticias- no va a quedar otra que optar por la alegría o por la indignación, a no ser que se prefiera la tercera vía, la de los zombis.


Unos, los alegres, en el nombre de su fe católica, ofrecen un proyecto dos veces milenario, que ha vivido esas 20 centurias haciéndose reingeniería en lo accidental, mientras conserva una misma sustancia: un Dios para pecadores que quieran ser felices y hacer felices a los demás.


Conscientes de su propia debilidad, los alegres decidieron salir por fin a las calles a decirles a todos que tienen en oferta, a costo cero, la causa de su alegría. No se la quieren guardar, porque saben que desde Pentecostés es para el mundo entero, viva como viva el planeta: triste, belicoso, injusto, desconcertado... indignado.


Para los alegres, un indignado es siempre un desafío muy importante: ayudarle a desenredar el ovillo que ha hecho con su vida, indicarle dónde está la hebra que debe tirar primero -conversión personal la llaman los alegres-, para que los restantes problemas puedan encontrar solución, en las medidas variables en que sea posible. El alegre parte desde dentro hacia fuera, porque continuamente él mismo hace ese trabajo: desde su interior hacia su acción.


Se entiende a sí mismo, se sabe débil, pero conoce los remedios.


La proposición de los indignados es bien diferente. Su mirada está puesta en las estructuras, no en el corazón humano. Otros lo hacen todo mal, y los indignados son los únicos que creen entender cuán perversas son las políticas educacionales, medioambientales, sexuales, laborales, sanitarias, etcétera.


Alguien -muchos, quizás todos- los está agrediendo; ellos, víctimas universales, al menos creen haber logrado mantener viva la sensibilidad para explotar de indignación.


Su oferta es, por lo tanto, desde la ira, con la ira y por la ira: junten rabia ciudadanos. Pero dentro de esa coordenada única se nubla toda distinción, tienden a desaparecer los matices, sólo hay ojos para encontrar más agravios, la imaginación creativa deviene en neurótica pesquisa de nuevos males.


Para un indignado, un alegre no es un desafío: en el mejor de los casos es simplemente un obstáculo o un lastre; en el peor, uno más de los que en su alegría se burlan de las penurias ajenas. El alegre es estructuralmente un alienado, la parte más perversa del sistema de opresión, el militante de una siniestra conspiración disfrazada de felicidad.


El indignado se mueve siempre en las diversas exterioridades en que deambula día a día, pero le hace el quite a la mirada interior, a la pregunta por el sentido de su vida, porque intuye que ahí, en la búsqueda de un sobreviviente dentro de sí mismo, se pondrá de pie justo lo que él mismo rechaza: el anhelo de alegría.


El sábado pasado estuvieron a pocos minutos y a pocos metros; no se tocaron casi, pero no importa, porque van a tener la opción de vincularse ahora más claramente que nunca, en todo orden de actividades.


Y, como siempre, o triunfará la alegría o se acentuará la indignación.

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