Los patios del sur,
por Jorge Edwards.
A fines del año 2008 me encontraba en la Universidad de Chicago, donde dictaba un curso sobre temas de literatura de América Latina, y se producían en el país dos fenómenos históricos: Barack Obama accedía a la Presidencia de los Estados Unidos y la crisis financiera estallaba en forma dramática, con amenazas serias de una recesión de carácter mundial. Los economistas, los intelectuales, los políticos de Occidente, se hacían complicadas preguntas sobre la naturaleza del capitalismo norteamericano. Algunos pensaban que era el ocaso definitivo: que el mercado, por su propio dinamismo interno, llevaba a su destrucción inevitable. En Chicago, en los barrios universitarios de Hyde Park y en el centro de la ciudad, entre sus canales, sus puentes levadizos, sus rascacielos asombrosos, se respiraba un aire de fin de civilización, de Apocalipsis. Parecía que la quiebra de Lehman Brothers marcaba el comienzo de un desastre en serie, sólo comparable al que se inició en un martes negro del mes de octubre de 1929 en la Bolsa de Wall Street y que desembocó en la Segunda Guerra Mundial. Si la imposibilidad de controlar la fiebre especulativa era un vicio inherente al sistema, hasta se podía sospechar que el socialismo, después de haber dado tumbos en diversos países del Este de Europa, de Asia, de América Latina, a lo largo del calamitoso siglo XX, podría encontrar una segunda oportunidad, una especie de refundación, en el todavía enigmático siglo XXI.
No sé hasta dónde llega la recuperación norteamericana de ahora. No soy experto en el tema y tampoco le he prestado la atención indispensable. Tengo conciencia, por otro lado, de que en los escenarios del Asia, sobre todo en China y en la India, se producen fenómenos nuevos, asombrosos, de dimensiones gigantescas. Las coordenadas tradicionales, las referencias conocidas, nos sirven ahora de bastante poco. El futuro se presenta con claves diferentes, que no habíamos previsto, que ni siquiera habíamos vislumbrado. ¿Significa esto que la influencia relativa de Europa, que la hegemonía centenaria del pensamiento europeo y occidental, han entrado en su declinación definitiva?
Como ya lo he contado, estuve en Turquía, en España, en Francia, entre fines de abril pasado y mediados de este mes de mayo. Esta vez, no era el capitalismo pretendidamente salvaje, el liberalismo económico en estado puro, lo que había entrado en una crisis que amenazaba con ser terminal, sino la economía a la europea, con su síntesis de desarrollo, de alta productividad y a la vez de protección social. La medicina gratuita, las vacaciones y los estudios pagados, las jubilaciones a los sesenta años de edad por parte de personas que llegaban con facilidad a nonagenarios, habían llevado a límites fiscales insostenibles. Parecía un proceso evidente, indiscutible, pero eran muchos los que llegaban a la conclusión de que es muy difícil aceptar y soportar la evidencia. Había que frenar, pero la decisión de poner el pie en el freno exigía un esfuerzo sobrehumano.
Un amigo dedicado a la política, sobresaliente en la materia, me explicó a su modo los secretos de los mecanismos europeos. Nos fijamos por consenso, me dijo, tales y cuales normas, sobre todo en cuestiones fiscales, de gasto público, de ahorro, y después, en la política interna, los gobernantes, sometidos a presiones variadas, dicen que no pueden hacer tal cosa o tal otra porque las reglas de la comunidad les amarran las manos. En otras palabras, la legislación supranacional ayuda a frenar determinados derroches internos, a resistir influencias gremiales, sindicales, sectoriales, de todo orden.
El sistema europeo y comunitario no fue suficiente, sin embargo, para mantener los equilibrios fundamentales. Las reglas de la Unión Europea, a pesar de los buenos propósitos de los primeros momentos, fueron desbordadas de las más diversas maneras. Hubo excesos de endeudamiento, especulaciones ruinosas, burbujas inmobiliarias que estallaron. En el caso de Grecia se llegó al extremo de falsear las estadísticas para disimular la bancarrota. La imagen de la Europa sólida, equilibrada, financiada, se hizo humo con notable rapidez. En estos días y semanas, parece que los Estados Unidos recuperan prestigio y que la vieja Europa pierde imagen. En Alemania, en los días de la reunificación, se dijo que el canciller Kohl sería capaz, en un plazo más o menos breve, de hacerse cargo de las finanzas desarboladas de Alemania del Este. Alguien, poco tiempo después, le preguntó a Angela Merkel si Alemania también sería capaz de hacerse cargo de Grecia, Italia, España, Portugal. Los problemas de los países del sur todavía no saltaban al primer plano, pero ya estaban latentes. Si nos permitimos interpretar esa pregunta, observamos que la Alemania austera, sólida, protestante, seguía con aprensión los juegos de sus vecinos del sur. Esos patios atractivos, cálidos, revoltosos, parecían condenados a la irresponsabilidad, y los electores alemanes, reacios a financiar aventuras griegas, portuguesas, españolas, preparaban sus votos de castigo. Es una historia nueva y muy antigua, anunciada por personajes como Martín Lutero y Juan Calvino: la moral protestante, precursora del capitalismo moderno, en contraste con la molicie, con la fiesta mediterránea.
Llegué de Europa a Santiago y escuché al día siguiente, con la mayor atención, sin perder una línea, el mensaje del 21 de mayo. Aquí se plantea, me dije, el propósito enteramente racional, pero no escuchado en los días que corren, de alcanzar la síntesis de un desarrollo económico vigoroso con una protección social sostenible y posible. Aunque no es una utopía como las del siglo XIX o el XX, es un proyecto enormemente ambicioso. Si lo realizamos, o si por lo menos nos acercamos, Chile tendría esa condición especial que consigue en sus etapas mejores: una influencia superior a su tamaño, a sus cifras, a su número de habitantes. Seríamos, en ese caso, un sur frío, disciplinado, inteligente. Los severos habitantes del centro y del norte de Europa no tendrían nada que reprocharnos. Cuesta un poco creerlo, y a lo mejor vale la pena fijarse metas superiores.