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viernes, 7 de mayo de 2010

El último camarón, por Roberto Ampuero.

El último camarón, por Roberto Ampuero.

En el inicio de esta primavera estadounidense, amigos nos invitan a cenar los tradicionales camarones de las costas de Luisiana. Es un ritual de cada año. Un camión frigorífico trae los camarones —enormes y sabrosos— hasta una plazoleta, donde se forma una fila para adquirir el producto recién salido de las aguas del sur y cocinarlo como bienvenida a la primavera. Esta vez, la fila fue peor que nunca. ¿La razón? Circula el rumor de que serán los últimos camarones en mucho tiempo.

La explosión y hundimiento de una plataforma petrolera en el Golfo de México sigue causando un derrame de cinco mil barriles diarios de petróleo y sensación de fragilidad en los estadounidenses. Por su dimensión, la catástrofe parece salida de una película de Hollywood, y la tecnología aún es impotente para controlarla. Cunde la convicción de que estamos desamparados ante tragedias de esta magnitud. Hasta el Presidente Obama se ve complicado, porque poco antes del derrame anunció que aumentaría la explotación petrolera en las costas, pues la tecnología permitiría hoy reducir los riesgos de polución.

No sólo el drama de Luisiana genera incertidumbre. También el reciente frustrado atentado terrorista en Nueva York. Allí se produjo lo que temíamos: que alguien, al estilo Bagdad o Kabul, se propusiese hacer explotar un coche bomba en medio de la muchedumbre. Alarma también que el atentado no lo frustrase la seguridad, sino la impericia del terrorista, quien estuvo a punto de salir en un avión comercial de Estados Unidos, pese a tener prohibición de volar.

Pero la percepción de la fragilidad no es sólo estadounidense, sino mundial. La explosión del volcán islandés paralizó hace poco completamente el transporte aéreo europeo y la prolongación de la contaminación volcánica amenazó con hacer colapsar ramas de la economía europea y de aquellas de Estados Unidos y Asia vinculadas a ella. Fui testigo del caos europeo en esos días. Nadie pensó que un volcán —que aún causa problemas— pudiese poner en jaque a grandes economías de Occidente.

Una aprensión parecida ocasionan tanto la crisis financiera de Grecia, que sortea la bancarrota gracias a multimillonarios fondos enviados en su rescate, como las fallas masivas que afectan a una marca japonesa de automóviles. Hoy comenzamos a sospechar que mucho de lo que se nos presenta como sólido y seguro, pues fue ideado por expertos de primer orden internacional, puede ser una mera fachada mediante la cual inescrupulosos pueden estar estafando a millones de personas con el afán de obtener ganancias multimillonarias y transitorias. La actual crisis económica mundial es un buen ejemplo de esto y revela que, como ciudadanos corrientes, hoy somos más vulnerables que nunca.

Vivimos en un mundo manejado supuestamente por los mejores expertos de la historia, por gente que, como ostenta títulos y experiencia, decide nuestros destinos. Sin embargo, a menudo en las crisis estos profesionales son incapaces de cerrar la caja de Pandora que ellos mismos abrieron. Ante los desastres comprobamos azorados que no era cierto mucho de lo que afirmaban ayer celebrados expertos en seguridad, ecología, finanzas o tecnología. ¿Cómo se protege el ciudadano medio de intereses que juegan con un fuego que, al final, sólo nos quema a nosotros?, me pregunto mientras saboreo mi último camarón de Luisiana.