Bastan tres socialistas chilenos juntos para que se expresen al menos cuatro posiciones: en el trío, estarán todos contra todos y, además, uno de ellos logrará contradecirse a sí mismo durante el transcurso de la disputa (ya lo dijo Caszely: uno no tiene por qué estar ciento por ciento de acuerdo con lo que piensa).
La historia del PS así lo ha demostrado: sólo en 1933 lograron unificarse, y desde ahí en adelante han tenido tantas divisiones y juntas, nuevas particiones y consiguientes peleas, que, más que un árbol genealógico, para describir al partido hay que usar un huaipe -sí, la masa ésa conformada por hilachas de variados colores.
Primero, Marmaduques y Mattes. Después, Ampueros, Anicetos, Almeydas, Allendes y Altamiranos, hombres que nunca fueron de la mano (y eso, sólo en la letra A), aun-que Salvador y Carlos tenían en los últimos días de la UP un parecido que se ha querido ocultar.
Hoy, Escalonas y Arrates, Ominamis y Allendes, Navarros y Enríquez, reproducen las mismas fero-ces dentelladas con que se han tra-tado sus antepasados. ¿Por qué el hacha no ha sido eficazmente reemplazada por el rojo clavel? ¿Por qué ese puño en alto (aunque sea el derecho) sigue amenazando sobre todo al compañero socialista, y no se ha logrado una mano abierta que lo acoja en su diversidad?
Frossard lo explicó claramente cuando afirmó que "el socialismo es una metafísica a base de rechazo; rechazo de la condición humana... rechazo de un creador y de un legislador supremo... rechazo de un orden impuesto, aun impuesto por la naturaleza".
En castellano coloquial, como un socialista no se aguanta ni a sí mismo, mucho menos aguantará al prójimo, y mientras más cercano el pobre prójimo, peor para él. Marxistas la mayoría (no digan que no: simplemente acéptenlo como una evidencia neutra), han tenido que asumir la lucha de clases como el motor de la historia y han aplicado su dinámica con entusiasmo, comenzando por ellos mismos.
Ésa es la razón por la que llamaron "socialismos reales" -con desprecio, pero con certeza- a las construcciones centroeuropeas de los años 40 a los 80. Sí, hasta los socialistas chilenos que vivieron ahí entendieron que esos estados -en plena coincidencia con sus principios marxistas- aplicaron la lucha de clases a sus propios pueblos, devastándolos. Así de real es siempre el socialismo: nomenklaturas contra gentes; y, efectivamente, en el interior de la nomenklatura, dirigencias partidistas contra dirigencias partidistas.
De vez en cuando, es cierto, el conflicto se hace tan agudo en el corazón del PS chileno, que los sobrevivientes de alguna purga se fugan antes de que sea demasiado tarde. ¿A qué tierra iremos?, se preguntan.
Algunos, desesperados por encontrar un orden fraterno que los proteja, caen en el fuego que alimenta otras brasas; van a parar al PC o buscan alianzas con él: es el caso de Arrate. Otros, en búsqueda ciega de esa condición humana que se les ha ocultado de por vida, caminan primero y corren después por sendas liberales, para encontrarse a corto plazo en tierras tan baldías como las socialistas, sin ton ni son: es la situación de Enríquez-Ominami. Un tercer grupo funda nuevos socialismos e inicia el runrún de una más de las tantas experiencias fallidas, justamente porque también llevará en sí el germen de la lucha de todos contra todos: es la iniciativa de Navarro.
A ciegas, unos por el odio y otros por carecer simplemente de referencias existenciales, los socialistas van de conflicto en conflicto. Y, por eso, el huaipe se llena de nuevas hilachas.
Cuesta entender qué atractivo puede tener una masa enredada y cochina, aunque parece que todavía hay gente que cree que puede limpiar los problemas sociales con eso.
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