El diputado que hablare por celular…
por Gonzalo Rojas Sánchez
Si la Cámara de Diputados aprobara hoy que un parlamentario puede votar legítimamente por otro, ¿esa decisión sería válida, al estar fundada en la mayoría de los honorables?
No, absolutamente no. Y, además, rechazaría ese acuerdo el 99,43 por ciento de los chilenos (sólo lo aprobarían unos pocos demócratas mononeuronales que todavía quedan).
Y si la misma Cámara decidiera mañana que estar presentes en la sala es lo mismo que no estar en ella, que esa realidad admite diversas lecturas, ¿ese acuerdo mayoritario sería correcto?
Por cierto que no, aunque quizás algún esotérico defendiera la tesis.
Lo valioso del desencuentro diputados-TVN es que se ha vuelto a poner en la discusión pública un tema capital: la cuestión de lo absoluto y de lo relativo o —dicho de manera más contingente— la diferencia entre naturaleza y democracia.
Otro columnista ha mostrado la correlación directa que existe entre el cumplimiento de los deberes pequeños y la satisfacción de los grandes. Bien dicho, pero insuficiente, porque ha soslayado lo decisivo: que en lo grande y en lo pequeño están presentes lo absolutamente bueno y lo completamente malo.
Votar por otro es totalmente malo. Lo que llama la atención es que la misma sociedad que acuerda casi unánimemente ese juicio no estime que suplantar la identidad del padre o madre en una unión de personas del mismo sexo, si adoptasen un niño, sería igualmente inaceptable. En Chile un diputado no puede, no debe suplantar a sus pares, pero en Chile —opinan algunos— una mujer podría suplantar al padre, y un hombre podría suplantar a una madre. No hay coherencia: o se puede o no.
Estar en la sala es incompatible con salir corriendo en la 4x4 camino de quizás qué compromisos. Si no estoy, punto, no estoy. Y querer convencer a alguien de lo contrario es falsear absolutamente la realidad más obvia. Lo que sorprende es que en nuestra patria haya quienes afirmen que el niño está presente biológicamente en el vientre materno, pero que jurídicamente aún no está ahí. No se mantiene un mínimo sentido de la realidad: o es un niño o no lo es.
Estas inconsecuencias han sido mil veces señaladas, pero reciben habitualmente descalificaciones del siguiente tenor: esas analogías son tiradas de las mechas, afirman algunos; los asuntos públicos son motivo de consensos, mientras que las cuestiones privadas son el ámbito del disenso, argumentan otros; finalmente, los terceros recurren a la descalificación histórica, porque apoyaste a un régimen autoritario.
Pero, en realidad, toda analogía vale si los comportamientos analizados son humanos, porque somos un solo ser; lo público y lo privado siguen las mismas reglas básicas, porque somos un solo ser; incluso podemos diferir en la apreciación de un período histórico, pero no en el juicio de acciones concretas una vez determinadas en su contenido, porque somos un solo ser.
Y mientras más caso se hace a aquellos falsos argumentos, más se relativiza a los pocos absolutos y más se absolutiza a los muchos relativos. Y, entonces, hablar por celular en la sala se convierte en un pecado gravísimo; pero promover la eutanasia no pasa de ser una opción legítima.
Por cierto, es muy fácil cargar sobre los diputados todas las inconsecuencias sociales que generamos y padecemos. Pero no hay que perderse: un diputado que vota por otro será siempre un plagiador, igual como engaña la mujer que quiere ser padre, o el hombre que pretende ser madre. Y un diputado que marca presente mientras se esfuma en su automóvil recordará siempre a esos niños que, sí, un día estuvieron vivos, pero por corto plazo, porque fueron asesinados.
Es que la vida humana es una sola, y no hay quien pueda trozarla sin resultar quebrantado.