Tiempo de paradojas,
por Cristina Bitar.
La Copa América ha mostrado una Selección de Chile que confirma que algo muy profundo ha cambiado en nuestro país. Qué lejos parecen los tiempos en que nuestras selecciones salían, como dicen los comentaristas deportivos, a “administrar el resultado”, una frase elegante con la que querían decir que jugábamos a la defensiva, de chico a grande, siempre un poco acomplejados y celebrando que nuestros “humildes” muchachos hicieran grandes partidos frente a las estrellas de Argentina, Brasil o Uruguay. Esos son tiempos pasados. Ahora salimos a ganar, vamos al frente. Las estrellas de la cancha son Sánchez, Valdivia, Fernández, Suazo: ellos son los que se creen el cuento y juegan a lo grande.
Pero el cambio no se da sólo en la cancha. Hemos visto cómo 35 mil chilenos llenan los estadios en Argentina alentando a su equipo. La “marea roja” se tomó Mendoza. Son 35 mil compatriotas de clase media que pueden tomar su auto o un bus, y partir al país trasandino siguiendo su pasión deportiva. Todo esto nos habla de otro país muy distinto del que existía hace tan sólo unas pocas décadas. Hemos ganado económicamente, eso es obvio, pero también hemos ganado en respetabilidad, pues nos ven como un país grande y, tal vez lo más importante, hemos ganado en actitud: hoy Chile es un país que se cree el cuento.
Este análisis debiera llevarnos a concluir que en Chile la gente se siente satisfecha, valora las oportunidades que tiene hoy y siente el inmenso progreso experimentado a lo largo de una generación. Pero ello no es así y poco se gana con analizar si el sentimiento de frustración y de injusticia de una gran parte de los chilenos es justificado o no. Lo que importa es que ese sentimiento está ahí y, si bien es verdad que hoy tenemos un millón de estudiantes en educación superior, también es verdad que detrás de cada uno de esos jóvenes hay familias que sufren la angustia de un endeudamiento brutal para poder educar a sus hijos; al mismo tiempo que nuestros índices de salud se acercan a los de un país desarrollado, los más pobres siguen padeciendo una atención carente de niveles aceptables de dignidad; al mismo tiempo que nuestra clase media se expande y tiene acceso a bienes nunca antes soñados, lo hace a costa de créditos que asfixian. El discurso de MacIver mantiene una vigencia increíble: tenemos más, pero no somos más felices.
En definitiva, parece que estamos en un nivel de desarrollo en que hemos superado la desesperanza de la pobreza, para caer en la frustración de la clase media. Este es un desafío mayor para la clase dirigente del país. Se equivocan los que piensan que éste es sólo un problema del Gobierno o, a lo más, de los políticos. Este es el desafío más grande que ha enfrentado la élite chilena desde la crisis de la segunda mitad del siglo veinte. El Gobierno tiene que asumir que éste no es un problema económico y por lo tanto no se resuelve con cifras de crecimiento; éste es un problema de valores y desde La Moneda debiera emerger un discurso de solidaridad a favor de la gente, pero no en contra de los empresarios. Desde la oposición debería emerger un discurso de acuerdos, que devuelva la esperanza y la legitimidad de la clase política; lo que ha hecho hasta ahora no sólo es miope, sino suicida. Desde el mundo empresarial debiera emerger una autocrítica sincera y profunda: en treinta años de funcionamiento de mercado libre han logrado crecer y ganar dinero como nunca antes, pero no han logrado la legitimidad de su actividad y del modelo que les permite desarrollarse. Es que la felicidad no se encuentra en la curva de la demanda, ésa es la paradoja.
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