La isla de Utoya y Chile,
por Raul Ampuero.
¿Hay alguna experiencia que podamos extraer como chilenos de la masacre perpetrada en el campamento de jóvenes socialdemócratas en la isla de Utoya? ¿O ese infierno que causa dolor, azoro y condena nos parece absolutamente improbable en nuestro país? Hay que recordar que hasta hace poco algo así en Noruega, uno de los países con mayor igualdad social, prosperidad y estabilidad, resultaba inimaginable para el mundo entero.
Estoy convencido de que Utoya nos debe hacer meditar sobre la política de inmigración de Chile. Es cierto, estamos lejos de los índices migratorios de Noruega o Unión Europea, pero que el descontento con el tema creciera allá soterradamente durante decenios contribuyó a que los políticos no le brindaran debida atención desde el inicio. Hoy se ven obligados a legislar bajo apremio, cuando se consolidaron demandas extremas y el país está en shock . Según analistas, parte de las ideas -no la acción terrorista- de Anders Behring Breivig se nutre de percepciones que comparte un número no despreciable de europeos frente a la inmigración no europea: temor al desempleo y la globalización, a la pérdida de identidad nacional y a la fragmentación nacional, y al relativismo cultural. Se agrega la convicción mayoritaria de que la clase política perdió el control sobre una inmigración desbordada. Esas percepciones explican en gran medida el auge de la agenda xenófoba en Europa.
Gracias a su economía, Chile ve hoy un aumento de inmigrantes y también de la animadversión en contra de ellos. Ésta se expresa en prejuicios, discriminación y abuso, e incluso a veces en agresión física de extremistas. Pero no se trata de un fenómeno mayoritario ni de un tema que incida en elecciones. Quizás por eso la política descuida el asunto. Pero los políticos deberían recordar que la xenofobia tiene un lento proceso de incubación subterráneo, durante el cual no se expresan articuladamente los prejuicios ni el descontento local. Debido a eso, el tránsito de la discriminación aislada hacia la xenofobia predominante y la aparición de bandas y enfrentamientos callejeros siempre sorprende. En los años 60, los inmigrantes eran recibidos en las estaciones ferroviarias de Alemania con flores y música; en los 70, la acogida era solidaria, pero en los 80 el ambiente se enrareció, y en los 90, los Gastarbeiter se convirtieron en cantidad negociable.
Los políticos chilenos debieran elaborar una política inmigratoria de Estado, guiada por criterios que permitan conjugar una actitud generosa y posible, humanitaria y pragmática, que considere tanto a quienes buscan asilo político como a quienes buscan mejores horizontes económicos, y que tome en cuenta tanto a quienes aspiran a vivir acá como la real capacidad económica del país y la tolerancia de la población para recibir, integrar y brindar trato digno a quienes llegan. Necesitamos una política proactiva y con visión de futuro, responsable hacia afuera y dentro, que no tenga complejos en atraer a ciertas profesiones u oficios, a ciertas personas con talentos extraordinarios, a ciertas culturas o países para diversificar influencias, una política que se vea flanqueada por medidas de educación ciudadana sobre el tema y por un trámite selectivo de acceso expedito a residencia y ciudadanía. Cuando llego a Chile, me basta con mencionarle al taxista de turno el tema inmigración para escuchar siempre una letanía en que abundan conceptos como invasión, competencia desleal y negocios turbios.
No se debe esperar a que la situación se torne apremiante para legislar al respecto. Aunque Utoya esté lejos geográficamente, su tragedia debe impulsarnos a meditar y actuar con sentido de futuro.
Chile ve hoy un aumento de inmigrantes y también de la animadversión en contra de ellos. Utoya debe hacernos meditar.
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