Más y mejor política,
por Gonzalo Müller.
Más y mejor política es una frase que se repite insistentemente desde gobierno y oposición en estos días, pero ¿qué tan dispuesto a los cambios está realmente el mundo político? ¿Y en particular a aquellos cambios que se hagan cargo de la profunda distancia que siente la ciudadanía respecto de las formas de hacer política que tienen los partidos?
En los últimos 30 años hemos consagrado términos como el de “los nuevos chilenos”, reflejando el acelerado cambio cultural y social que hemos vivido todos. Primero cambiaron la economía y el mundo del trabajo; iniciamos una era del consumo, con la masificación del acceso a satisfacer nuestras demandas de bienes y servicios como nunca antes en la historia de nuestro país.
Luego cambió también la manera de relacionarse, lo social: del individualismo exacerbado, a un mayor entendimiento de la necesidad de lo colectivo. Lo anterior, comprendiendo que la sociedad civil se estructura en torno a miles de organizaciones con las más diversas motivaciones, desde la protección del medio ambiente, a los que gustan de andar en bicicleta. Todas esas organizaciones tienen una orientación muy similar hacia la defensa de derechos, sus temas introducen novedad en la discusión pública y las mueven la crítica de las carencias propias de un país que transita desde la pobreza sin alcanzar todavía el desarrollo.
Pero mientras cambiaron la economía y la organización social, nuestra política continúa amarrada a los mismos códigos y formas de hace 30 años. Y es que el sistema político de nuestro país sigue anclado a la transición a la democracia y no logra sacudirse de sus ritos y formas. Ante una ciudadanía más empoderada y exigente, se observa una clase política pasmada.
Son los partidos políticos los primeros, pero no los únicos, interpelados en su función de intermediación de las demandas ciudadanas. De hecho, ninguna de las manifestaciones ciudadanas de estos meses los ha visualizado como una alternativa para canalizar sus exigencias. Por ello es que finalmente es el poder político en general el puesto en tela de juicio por su incapacidad o lentitud para satisfacer esos requerimientos.
Es así que la promesa de más y mejor política debe partir por hacerse cargo de esta realidad: nuestra política se mueve lentamente frente a una sociedad que avanza acelerada. Se discute por casi una década sobre cambios a nuestro padrón electoral, incorporando la inscripción automática y el voto voluntario, y todavía no sabemos si estos cambios serán incorporados en las próximas elecciones. La brecha entre la ciudadanía y sus representantes crece. Los niveles de confianza de los chilenos en sus instituciones políticas son bajísimos y a estas alturas amenazan con buscar cauces distintos, de no encontrar una respuesta institucional de sus demandas.
Nuestra élite política debe entender que avanzar hacia cambios sustanciales pasa por recuperar la confianza y valoración de los ciudadanos, y que esto va de la mano de incorporar mayores niveles de participación y transparencia. Los ciudadanos esperan ver que los políticos se impongan mayores exigencias, tanto en la selección de sus candidatos, como en la rendición de cuenta de sus gestiones. Más deberes y menos privilegios es lo que esperan los chilenos cuando escuchan hablar de reformas políticas. Pero, sobre todo, siguen esperando por el más simple pero fundamental de los cambios: aquel que apunta a que son los problemas y necesidades de las personas la prioridad de su agenda y que la sola lucha electoral por el poder no es suficiente para legitimar su trabajo.
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