La importancia de las instituciones,
por David Gallagher.
Muchos pensadores han estado recalcando lo necesario que es contar con instituciones sólidas y eficaces para que un país sea exitoso, porque sin ellas ni las mejores políticas económicas funcionan. Instituciones que, además, se mantengan al día. Cuando se quedan atrás, pierden su funcionalidad y se vuelve difícil renovarlas, por los poderosos intereses que hay de por medio. Allí es donde los países empiezan a irse a la deriva. Allí es donde hasta los imperios más poderosos se asoman a la decadencia.
Francis Fukuyama, en su último libro, "Los orígenes del orden político", da un ejemplo interesante, para no decir aterrador, de instituciones añejas: las de los Estados Unidos. Allí el sistema político fue ideado para que nadie tuviera demasiado poder. Se privilegió la libertad sobre la eficacia. Felizmente, dice Fukuyama, en momentos críticos emergió el liderazgo, y en torno a él el consenso, para tomar las decisiones difíciles que se necesitaban. ¿Qué hacer ahora, se pregunta, cuando ante una crisis como la del déficit fiscal, no hay ni liderazgo ni consenso? Fukuyama insinúa que las instituciones de Estados Unidos pueden no ser ya las más adecuadas para enfrentar la situación.
Mientras tanto, ¿cómo están las nuestras? ¿Son fuertes? ¿Están al día? A juzgar por la temperatura de la calle, mucha gente ya no se siente representada por ellas. Por otro lado, habría que cuestionar su eficacia. El Estado chileno no responde adecuadamente a las necesidades de un país moderno. Por su parte, los partidos políticos no se modernizan. Aun cuando celebran elecciones, poco cambia. ¿Quién manda en el PPD, su presidenta o los caudillos de siempre? Para qué hablar de la UDI, y el putsch de sabor totalitario con que recién se desbancó a la mesa. En general, los partidos políticos son susceptibles de ser capturados por caudillos y por grupos de interés, sea con golpes de fuerza o con dinero: por eso urge una ley que les asegure su financiamiento. Por su lado, el sistema binominal, que por 20 años le dio estabilidad al país, ahora parece demasiado poco competitivo. Su deficiente representatividad es agravada por la liviandad con que se cooptan congresistas al Gobierno, reemplazándolos sin consultar al electorado.
Uno le podría perdonar su falta de representatividad a la clase política si fuera más eficaz. Pero hace tiempo que los políticos les hacen el quite a las decisiones difíciles. Nadie quiere arriesgar su popularidad, tal vez por la inseguridad culposa que despierta esa misma falta de representatividad. Cada vez más, los políticos son vistos como frágiles ante cualquier presión, y por eso mismo la gente sale a la calle a presionar. Los políticos, sin pudor alguno, la acompañan, en una suerte de participación inversa.
La reforma de las instituciones es una tarea que debería ser abordada en forma transversal, como ocurrió cuando la oposición le dio una mano a Lagos y se avanzó en una reforma del Estado. El tema requiere sacrificios. Un empresario extranjero me preguntaba hace poco qué era eso que llamamos las "élites" en Chile. Me dijo que en un país como Australia, si se pusiera a hablar de las élites, se reirían de él. Me dejó pensativo. Nuestras instituciones son más sólidas que las de otros países latinoamericanos, y nuestras élites más responsables. Pero hay países desarrollados en que ya no se habla de élites, porque en ellos priman las instituciones sobre las personas. Quizás sea que en Chile las mismas élites, de izquierda o de derecha, todavía no se resignan del todo a que eso se dé acá, por la pérdida de poder y de figuración que podría significarles. El desafío que nos aguarda requiere, entonces, mucha capacidad de entrega.
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