Sobre árboles y personas,
por Gonzalo Rojas Sánchez.
El Presidente Piñera se ha colocado en zona muy peligrosa. Más allá de todas las materias en las que es discutido por opositores y partidarios, ha entrado ahora a definirse en un tema decisivo: la comparación entre vegetales y humanos. Con valentía, se ha atrevido a afirmar que las personas merecen más protección que los árboles.
En un tiempo más, cuando las cosas hayan vuelto a su cauce normal, el que se haya destacado una opinión de esta naturaleza va a mover a las carcajadas compasivas. "Pobres tipos los de comienzos del tercer milenio, mira las cosas obvias en las que se jugaban sus posturas", dirán los historiadores, casi atónitos.
Pero hoy, distinguir entre un árbol y una persona, vaya, es un acto de audacia que debe ser reconocido.
Decenas de veces -inténtelo- podrá comprobarse que la cultura forestal de los chilenos es paupérrima. A pesar de ser incapaces de distinguir un peumo de un pimiento y un molle de un pellín, a muchos les ha venido un amor tan puro por los árboles, que no falta la ONG que califica al bosque como la unidad viva por excelencia, dentro de la cual -gracias- los seres humanos ocupamos un precario séptimo lugar, por cierto detrás del musgo.
No es extraño, entonces, que el Presidente haya suscitado las iras ecológicas, comprobando que son más bien furias egológicas, enojos propios de personas cuyo ego es tan fuerte que, en el nombre de la humanidad, se prefieren a sí mismas como usuarias de la naturaleza, aunque así perjudiquen a los más pobres de los humanos.
¿Una prueba de lo anterior? Pregúnteseles a los manifestantes verdes por sus opciones sobre la disminución de la población, y la respuesta será rotunda: más del 90 por ciento la apoya. Pobres árboles, es que ya no dan abasto para tantos humanos.
Lo que los egologistas no han podido entender es que la armonía del ser humano con la naturaleza sólo es posible si se reconoce primero la jerarquía, es decir la superioridad neta de la razón sobre la fotosíntesis. En la práctica, por cierto que no hay egologista que renuncie a su racionalidad para dejarse llevar sólo por sus procesos vegetativos -cuánto texto han producido en estos días-, pero después, puestos a sacar la conclusión obvia..., no lo logran. Como que se les cayeran las hojas, como que se les quebraran las ramas, como que se les secaran las raíces del alma.
El Presidente ha estado, entonces, muy bien al marcar las diferencias. Pero, de paso, ha estado muy mal al contradecirse olvidando que, si de personas se trata, también ellas tienen una naturaleza que exige respeto, y que si el ser humano es superior a los árboles, es justamente porque en él hay una dignidad que no puede alterarse por la ley.
Sería obviamente ridículo pretender que la promulgación de nuevas normas sobre la composición química de la tierra o sobre la altura máxima de un roble lograría alterar efectivamente la realidad de la naturaleza, por el solo hecho de ser publicadas en el Diario Oficial.
Paralelamente, una legislación que resguarde y proteja los supuestos derechos de las parejas de hecho olvida y contradice un dato básico: la persona humana necesita crecer derecha, en buena tierra, protegida de las malezas, podada de sus defectos.
Al contrario, la promoción de un estatuto jurídico para las uniones de hecho equivale a pensar que facilitar las torceduras del tronco humano y su inserción en tierras sin nutrientes podría ayudar a las personas. Toda la experiencia acumulada al respecto es diferente: desarraigos, injertos fracasados, flores marchitas, frutos incomibles, semillas infecundas.
Si a los árboles, inferiores, conviene respetarles sus leyes, quizás también a las personas, superiores, se las podría tratar igual.
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