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jueves, 23 de junio de 2011

Profesores que no profesan, por Gonzalo Rojas Sánchez.


Profesores que no profesan,

por Gonzalo Rojas Sánchez.



Me pregunta un buen amigo si estoy en paro.



No, ¿por qué habría de estarlo?



Porque tus alumnos así lo han decidido —me replica.



Precisamente porque son mis alumnos, respecto de mis clases, mando yo —le contesto.



Perplejo ante tamaña insolencia autoritaria, mi contradictor afirma que ha pasado por numerosas sedes universitarias en las que parecía que nadie estaba enseñando: edificios tomados, clausurados o, al menos, con anuncios de huelga estudiantil. Y, entonces, él suponía que los profesores universitarios de esos campus adherían a esas movilizaciones. ¿Correcto?



Imposible saberlo —le acoto—, porque hemos sido los grandes ausentes de estos días. Y le explico: toda la vida universitaria descansa en su profesorado, pero cuando llega el momento de tomar posiciones, da la impresión de que un grupo importante de profesores decide ocultarse y es muy difícil saber realmente en qué postura están. Pero algo puede intuirse.



Hay quienes en estos días se han marginado del todo, faltando al deber más fundamental: enseñar. Notificados de que el centro de alumnos tal o la federación cual habían decidido parar, no han dudado en suspender sus clases. Perfectamente conscientes de las fórmulas seudodemocráticas que suelen usarse para tomar aquellos acuerdos, algunos han carecido de dignidad para cumplir el compromiso básico que tienen con sus instituciones y con sus alumnos.



Los estudiantes podrán sentirse o no vinculados por la votación de una asamblea o de unos delegados, pero jamás esas decisiones deben afectar el vínculo que cada profesor tiene con su curso, si es que existe al menos un alumno que quiera seguir exigiendo su cumplimiento.



Quizás en algunos casos ha habido cobardía o comodidad; quizás, en otros, complicidad: todas esas actitudes son impropias en un profesor universitario.



¿Cuántos, llegando a la sala bloqueada por media docena de manifestantes o clausurada por métodos intimidatorios, han dialogado para que se entienda y respete su derecho y su deber de educar?



¿Cuántos, ante el ruido invasivo de los huelguistas, han destinado su tiempo a exigir el silencio y el respeto imprescindibles para enseñar?



Otros profesores simplemente han sido autistas para entrar al análisis del conflicto. Han preferido terminar el programa del curso, en vez de informarse de los proyectos reformistas y llevar el tema a discusión en sus clases, mostrando así qué poco trigo y cuánta paja hay en los planteamientos juveniles. Al privar a sus alumnos de una sana confrontación en el aula, se han manifestado como personalidades tecnocráticas o científicas, pero no como auténticos universitarios. Y, de paso, han dejado a los estudiantes todavía más expuestos a la radicalidad de algunos de sus dirigentes.



Un tercer grupo ha entrado a la discusión pública para plantearse en términos muy originales y altruistas: dinero, queremos más dinero; Estado, queremos más Estado, nos han dicho. Es todo lo que han sido capaces de suscribir. Ciertamente esa aspiración no los deja bien parados ante una comunidad nacional que espera análisis y crítica, matices y soluciones, pero que se encuentra atónita frente a esa crasa petición: más dinero, más Estado.



¿Pero quizás su declaración los deja en alta estima frente a los líderes juveniles más radicalizados? Tampoco. A esos jóvenes, vaya qué idealistas, no les gusta nada que sus profesores puedan pedir más dinero, mira que eso se parece mucho a lucrar con su trabajo académico.



Por una cosa o por otra, que no extrañe, entonces, que la calidad del profesorado universitario no figure para nada entre las demandas estudiantiles. La culpa es nuestra.

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